Parte 12

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Diego y Martina se fueron a conseguir bebidas, y Naiara y yo nos quedamos junto al sillón en el que habíamos dejado los abrigos y los bolsos. Mucha mansión y mucho pijerío, pero nadie nos había ofrecido un guardarropa.

—¿Te la imaginabas así? —Me preguntó.

—¿El qué?

—¿Qué va a ser? ¡La casa! —Me miró divertida.

—No suelo fantasear con las casas de mis compañeras, y menos con la de Pamela. —Repuse—. ¿Tu sí lo haces?

Se echó a reír.

—Qué tonta eres. —Sus ojos se agrandaron al mirar detrás de mí—. ¡Acaba de entrar Raúl! —Me dijo prácticamente sin vocalizar, mientras me apretaba el brazo más allá de lo posible para su minúscula mano. Raúl era un chico algo bohemio que había hecho con nosotras la Secundaria. Después se había cambiado de instituto, pero seguíamos coincidiendo de vez en cuando con él. Hacía tiempo que le llamaba la atención a Naiara. —¿Te importa quedarte sola dos minutos para que yo pueda ser feliz?

Puse los brazos en jarras. Qué manera de plantearlo. Después vi su mirada ilusionada y me contagió su entusiasmo.

—Anda, vete. —La empujé en el hombro. Me sonrió antes de desaparecer entre el gentío que bailaba al son de Lady Gaga.

Saqué el móvil del bolso intentando llenar el vacío hasta que volviesen mis amigos. Me apoyé en el respaldo del sofá y empecé a eliminar mensajes antiguos. Por el rabillo del ojo vi a Rafa bajando las escaleras en mi dirección. También vi que más de una chica seguía con la mirada sus pasos. Me concentré en la tarea, rezando para no ser su destino. No sirvió de nada.

—¿Aburrida? —Preguntó con voz grave, apoyándose a mi lado en el respaldo.

Lo miré. Me estaba observando. Se había recortado mínimamente la eterna barba de dos días, y su rostro parecía más anguloso, aún más perfecto si cabe.

—Ahora incómoda, gracias a ti. —Espeté, y posicioné el móvil fuera de su visión para que no pudiese comprobar que en realidad no estaba hablando con nadie.

—¿Cuál es tu problema? —Demandó, ahora serio.

Elaboré una sonrisa falsa.

—¿Te hago una lista?

—Resúmeme. —Pidió, y cruzó los brazos sobre el pecho.

Miré al techo, como si hiciese memoria.

—Para empezar, le has dicho a mi padre que veníamos juntos a la fiesta. —Empecé a enumerar con los dedos.

—Y aquí estamos los dos, ¿no? —Las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente.

—Estamos coincidiendo, por desgracia, en el mismo lugar. Pero le has dado a entender que veníamos juntos.

—Déjale que piense que somos amigos. Le hace feliz. —Terminó la copa que llevaba en la mano de un trago—. Avísame cuando te vayas. Volveremos juntos a casa.

Pestañeé. ¿Qué se había creído? Ni siquiera me lo había preguntado, simplemente me lo había ordenado. Me iba a negar cuando apareció Pamela.

—¡Hola, Lucía! ¿Qué tal lo estás pasando? —Me dio un apretón en el hombro demasiado brusco para ser amistoso.

—Hay bebida gratis, así que supongo que no me puedo quejar. —Respondí. Por muchas ganas que tuviese, no había razón para ser grosera en su casa.

—Ey, Pamela. —Diego se unió a nosotros—. ¿Es cierto que Enrique Bunbury vive en esta urbanización?

En un primer momento lo miró como hacía siempre, es decir, como si fuese un bicho raro, pero en seguida se recompuso y le sonrió con fingida amabilidad.

—Vive en el barrio, pero no en esta urbanización. Aquí sólo vivimos gente normal. Mis padres y yo, directivos de Ibercaja, jugadores del Real Zaragoza... —Elevó la voz—. Nada fuera de lo común. —Miró a Rafa y le sonrió. No pude evitar mirarla con resquemor. Ella era así. Intentaba presentar lo extraordinario como mundano, para parecer todavía más cool y dejarnos a los demás a la altura del betún. Qué bicho. —Moreno, ¿vienes? Quiero presentarte a Lala y Pilita, mis dos mejores amigas. —Entrelazó sus dedos con los de él y tiró ligeramente.

—¿Qué clase de nombres son esos? —Inquirió Rafa, soltando una carcajada—. Por un momento pensé que te referías a tus mascotas.

Pamela se encogió de hombros, pero no salió en defensa de sus amigas.

Se hicieron hueco entre los invitados y desaparecieron de nuestra vista.

—No me negarás que eso ha tenido gracia. —Dijo Diego, con la vista clavada en el lugar donde acababan de desaparecer—. Y realmente parecen sus perritos falderos, así que ha acertado.

Cogí la Coca Cola que me ofrecía y le di un sorbo.

—¿Dónde está Naiara?

—Hablando por teléfono con Lucas. —Lucas era su novio. Llevaban juntos desde los catorce años.

—Qué bonito es el amor. —Dije con desgana.

—Algunos no piensan lo mismo. —Me señaló con la cabeza una esquina del salón, donde estaban los mellizos junto a un par de compañeros más, observando el descarado ligoteo de la pareja, con muy mala cara. Eché un vistazo a Rafa, que en ese momento acariciaba el brazo de Pamela con el dorso de su dedo índice, y ella parecía a punto de derretirse en un charco. Aunque Rafael no me preocupaba lo más mínimo sentí cómo se me encogía el pecho. Los mellizos eran calaña, igual que Pamela. Parecían dispuestos a buscar pelea, y eran cinco y él sólo uno. Me imaginé la cara de decepción de mi padre si llegaba de la fiesta con un ojo morado y el labio partido.

—Espérame un segundo. —Me escuché decirle a Diego, y mis piernas se movieron hacia él antes de que pudiese impedirlo.

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