Parte 49

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El despertador sonó excesivamente pronto. Me arrastré fuera de la cama cual zombie. Un par de horas de sueño no eran suficientes para afrontar una mañana entera de instituto.

Diego dijo que no estaba de ánimos para ir a clase, y aunque me ofrecí a quedarme con él desgraciadamente rechazó mi oferta y siguió durmiendo. No tenía excusa para no ir a clase.

Cogí el neceser, unos vaqueros y un jersey verde de mi armario y me cambié en el baño para no molestarlo. Cuando estuve frente al espejo me vi pálida, ojerosa y demasiado delgada. Todo culpa de mi compañero de piso.

Ese me pareció un buen momento para echarle la bronca, así que fui decidida a su habitación. Para mi sorpresa se encontraba vacía, y su colchón sin sábanas. No lo había escuchado marchar.

Cuando bajé al piso de abajo lo descubrí en el salón. Estaba durmiendo bocabajo en el sofá, vestido únicamente con calzoncillos. Es decir, estaba completamente desnudo excepto por unos boxers negros. Su longitud sobrepasaba la del mueble, y los pies le colgaban fuera. Sus brazos oscurecidos por los innumerables tatuajes estaban doblados en una extraña postura sobre la cabeza. La estancia entera apestaba a whisky y a humo.

—¡Ey, tú! —Le palmeé el brazo—. ¡Despierta!

Un sonido ronco escapó desde el fondo de su garganta, pero no se movió.

—¡Rafael! —Lo sacudí. Parecía estar muerto.

—Déjame en paz. —Arrastró las palabras, con voz rasposa por el sueño, y se llevó una mano a los ojos.

—¿Después de lo que hiciste anoche? —Ahora le grité y le di un puñetazo en el hombro con todas mis fuerzas. Entonces reaccionó, levantando la cabeza del reposabrazos.

Estaba hecho un desastre. Los ojos rojos, unas ojeras negras como el carbón, los labios secos y cuarteados, y el pelo totalmente revuelto.

—Supongo que vas a echarme. —Se limitó a decir, mirándome con los ojos entrecerrados—. Por no ser tan perfecto como tú. —Volvió a enterrar la cabeza en el cojín, y sus palabras sonaron amortiguadas—. Pero déjame descansar antes de que me vaya. No me chivaré a tu padre.

Suspiré, aborrecida. Este chico estaba loco de atar.

—No te voy a echar, imbécil. —Dije—. Aunque te lo mereces.

—Entonces lárgate, que tu voz me está destrozando la cabeza. —Susurró.

—Los gemidos de tu amiga no parecían molestarte anoche. —Lo acusé—. Que sea la última vez, —me agaché para hablarle directamente a su cogote pero cerca del oído—, la última vez —repetí—, que traes a ninguna chica a esta casa. ¡¿Me has escuchado?! —Incluso yo me asombré de los arrestos que había logrado infundir a mi frase.

Pero se giró bruscamente para mirarme de frente, quedando a escasos centímetros de mi cara, y perdí todo el coraje.

—O sea que tú puedes cancelar nuestros planes y follarte a tu novio, pero yo no puedo hacer lo mismo. —Todo el sueño había desaparecido de su expresión. Las ojeras, sumadas a sus ojos ya oscuros de por sí, le daban un aspecto terrorífico.

—¡Diego no es mi novio! —Recordaba haber tenido ya esa conversación—. ¡Y apestas a alcohol! —Me puse en pie para alejarme un poco de su rostro.

—Pues bien que te lo tiras. —Me acusó, incorporándose sobre los codos. Por un momento me pareció que lo decía con rencor.

—¡No me lo tiro! —Dios mío, ¿cómo había llegado al punto de tener una conversación matutina como esta? Recé para que los vecinos no nos estuviesen escuchando.

—¿Me estás diciendo que dormisteis juntos y no hicisteis nada? —Se sentó mientras estudiaba mi rostro con una mueca acusatoria grabada en él.

—Claro que no. —Espeté.

—Seguro que él tenía otras intenciones. —Negó con la cabeza, insatisfecho con mi respuesta—. Ningún tío se mete en la cama con una chica si no es para tener sexo.

—Que tú no lo hagas no quiere decir que todos los hombres sean como tú, por suerte.

—Un momento. —Se levantó para observarme más de cerca, entornando los ojos. Su mirada había cambiado repentinamente—. Un momento... El emo ese... ¿es julapa?

O mi expresión me había delatado de alguna manera o Rafa sabía leer muy bien entre líneas. Palidecí.

—¡Mierda! ¡Baja la voz! —Le tapé la boca con las manos, y su barba raspó ligeramente mi piel. Me giré hacia la puerta, casi esperando ver allí a Diego, decepcionadísimo por mi traición. Pero en la puerta no había nadie—. No puedes decir nada. —Supliqué.

Me sujetó de las muñecas y retiró mis manos de su cara. Me miró con expresión plana.

—Yo pensaba que...

—Rafael. —Lo corté—. No puedes contárselo a nadie. Ni siquiera hablar con él de esto. —Me puse seria—. Nunca me lo perdonaría.

Ni afirmó ni negó. Simplemente se dejó caer en el sofá, pensativo.

Me largué antes de perder los nervios por culpa de su dispersión mental.

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