Parte 44

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—¡Hola, Lucía! —Me sonrió mostrando unos perfectos dientes, resultado de años de ortodoncia—. ¿Qué tal estás?

—Yo me adelanto. —Se excusó Naiara—. ¡Te espero en clase! —Y tan pronto como pasó al chico empezó a hacerme gestos por detrás de él, con los pulgares levantados y guiñando repetidamente el ojo, y verbalizando en silencio que lo de mi escasa experiencia estaba a punto de cambiar. Hice lo posible por ignorarla y que Pablo no pensase que sufría de atención dispersa.

—¿Ya estás recuperada? —Me recorrió el rostro con la mirada, buscando algún tipo de síntoma.

—¿Cómo dices? —Lo miré como si hablase otro idioma. Desde el punto en el que me encontraba podía oler su colonia de Ralph Lauren.

—Ya sabes —se trabó, nervioso—, tu tripa, el día de la fiesta...

—Ahhh, sí. —Me llevé inconscientemente la mano al estómago. Si iba a empezar a mentir tendría que ser capaz de recordar mis propios embustes—. Un poco mejor, gracias. —Le sonreí.

—He oído que tenéis examen de Matemáticas, y quería repetirte mi oferta del otro día. —Se recolocó la cartera en el hombro y su camisa azul se frunció un poco—. Si necesitas ayuda, sólo tienes que pedirla, ¿de acuerdo?

—Vaya, te lo agradezco de veras, aunque de momento creo que puedo aprobar... —ya no sabía ni qué decir ante tanta amabilidad, a fin de cuentas no lo conocía en absoluto. Para poner la guinda a mi momento de confusión, empezó a sonar mi móvil. —Perdóname un segundo. —Levanté el dedo índice y creo que repetí patéticamente la palabra "uno". Busqué desesperadamente el aparato, que por supuesto estaba al fondo, debajo de todo lo demás. Era Diego, supuse que para informarme de que estaba enfermo. —¿Sí?

—Lucía. —Su voz nasal hizo que el corazón me diese un vuelco. Nunca antes lo había oído llorar.

—Espera, espera. —Le dije, y tapé el micrófono con la mano, para dirigirme a Pablo, que seguía parado a mi lado—. Es algo importante. Te agradezco mucho tu amabilidad.

Le dirigí una mirada de disculpa y él, tan caballeroso como las demás veces se limitó a sonreírme y a excusarme.

Salí corriendo hacia los servicios.

—Diego, ¿estás bien? —Pregunté con el corazón en vilo, pensando si su padre habría sufrido un nuevo ataque cardiaco—. ¿Estás llorando?

—¿Puedo quedarme en tu casa unos días? —Se sorbió la nariz.

—Sí, claro, pero ¿qué ha pasado?

—Prefiero explicártelo cuando te vea... —Sollozó—. Estoy en tu portal, esperaré aquí a que acaben las clases, ¿de acuerdo?

—¿En mi portal? —Miré el reloj. Aún quedaban varias horas para que terminase el instituto—. Voy para allá ahora mismo.— Dije, y le colgué antes de que intentase convencerme de lo contrario.

Hay amigos más o menos quejicas, pero él era de los que optaban por guardarse para sí mismos todos sus problemas. Si pedía ayuda era porque realmente la necesitaba.

Tuve una suerte infinita porque el conserje no se encontraba en el mostrador que franqueaba la salida, y pude escabullirme fácilmente.

El suelo estaba lleno de charcos, pero había dejado de llover. Recorrí las calles a paso ligero, esquivando a transeúntes. El frío era húmedo y calaba hasta los huesos, y estaba deseando ver a Diego. Conforme más me acercaba más segura estaba de que su problema no tenía que ver con ninguna enfermedad de su padre, sino con cierto chico que le había hecho replantearse por fin su orientación sexual.

Lo encontré dentro del portal, sentado en el rellano de la escalera. Recordé que una vez Rafa lo había llamado Justin Bieber gótico. Ahora parecía un muerto en vida. Sus preciosos ojos estaban vidriosos de tanto llorar. Se levantó al verme y la cadena que llevaba enganchada al bolsillo de su pantalón tintineó. Corrí a abrazarlo.

—¿Qué ha pasado?

Comenzó a sollozar incontroladamente en mi hombro. Lo abracé más fuerte intentando mitigar sus sacudidas, pero no parecía tener consuelo. Me separé de él y lo cogí de la mano.

—Vamos a casa.

Me siguió escaleras arriba y en cuanto abrí la puerta Bruno le saltó encima. Hacía tiempo que no lo veía, y al ver que Diego no le hacía caso se puso muy pesado intentando reclamar su atención. Lo encerré en mi habitación hasta que se calmara. Después cogí un paquete de pañuelos y fui al salón con mi amigo.

—¿Le has dicho algo a estas?

—No, estaba sola cuando llamaste, y me fui sin avisar. El conserje no estaba.

—No quiero que nadie sepa esto. —Se señaló a sí mismo. Tenía los labios hinchados y el flequillo se le pegaba a la frente—. Bastante vergüenza me da que tú me veas así.

—Pero, ¿qué tonterías dices? —Sacudí la cabeza y le cogí la mano—. Tú me has visto miles de veces peor.

—Bueno, pero a Naiara ni pío. —Repitió, por si acaso.

—La desconfianza ofende. —Dije, sacando el móvil—. Pero para que no sospeche nada de nada, le voy a enviar un Whatsapp.

Tecleé un mensaje rápido.

"Me he puesto malísima de repente. Me he ido a casa."

—Ya puedes estar tranquilo, —bloqué el móvil—, no sospechará nada.

Asintió lentamente con la cabeza, con mirada perdida. Esperé a que me contase, pero le costaba arrancar.

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