Parte 59

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—¿No has pensado en ello? —Continuó, haciendo oídos sordos.

—No.

—Sé cuando mientes, y ahora lo estás haciendo. Reconoce que lo has pensado. —Algo parecido a un sentimiento de esperanza cruzó su rostro.

—No más de dos minutos

—Eso son ciento veinte segundos, —dijo—, ciento veinte mil milisegundos —matizó, tras pensarlo un instante—. Ahora mírame a los ojos y repíteme que a penas has pensado en nuestro enfado. —Sus ojos oscuros me atravesaron, pero eran inescrutables.

—No más de dos minutos. —Repetí.

—¿Te he dicho ya que has estado pensado en nosotros ciento veinte mil millones de nanosegundos? Eso es mucho tiempo... ¿quieres cambiar tu respuesta? —Me dedicó una sonrisa torcida. Era una auténtica montaña rusa de altibajos emocionales. Sacudí la cabeza y suspiré. Permanecimos un instante en silencio. Después se remangó las mangas de la camiseta, dejando al descubierto sus fibrosos antebrazos.

—Voy a intentar expresarme, ¿de acuerdo? —Dijo, y se preparó como quien se prepara para hacer una hazaña. Irguió los hombros y me miró con seriedad—. Sé que la cagué al llevar a la chica esa a tu casa. —Dijo con voz suave—. Ni siquiera recuerdo su nombre, sólo sé que estaba jodidamente borracho, aunque no sea excusa. —Me estudiaba el rostro con tal intensidad, tan atento a mi posible reacción que fui incapaz de aguantarle la mirada. Miré al suelo, y debió de malinterpretarlo como una muestra de tristeza—. Perdóname, Lucía. —Me cogió suavemente la mano. Sus palmas eran ásperas pero me sostuvo con gentileza—. Si tienes la mala suerte de tener que aguantarme durante un tiempo más, te darás cuenta de que la cago constantemente. Pero te juro que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para mejorar. —Apretó ligeramente su toque sobre mis dedos, instándome a que lo mirara, y cuando lo hice no me gustó lo que vi. Había algo vulnerable en sus ojos oscuros, algo capaz de romperte el alma. Algo muy distinto a la seguridad que mostraba normalmente—. No puedo manejar tu indiferencia. —Concluyó y todo atisbo de sentimiento desapareció de su expresión.

Soltó mi mano y se apoyó en la pared. Exhaló aire y miró al techo por un tiempo.

Quería decirle que no podía seguir así. Quería decirle que no era yo la que había sido indiferente, sino él. Quería decirle que desde ese momento sabía a ciencia cierta que tenía algo dentro que lo atormentaba, y que quería ayudarlo. Pero en vez de hacerlo permanecí callada.

Giró la cabeza, manteniendo la nuca todavía apoyada en las brillantes baldosas, y me miró sorprendido de verme todavía ahí.

—¿Estaremos bien? —Preguntó, casi en un susurro.

—Sí. —Asentí—. Pero nada de traer chicas a casa.

—Nada de chicas. —Coincidió, y una triste sonrisa apareció en sus labios.

—¿He pasado la prueba?

—¿Qué prueba? —Me miró sin comprender.

—¿Podemos irnos ya?

Se incorporó.

—Sí, claro. —Abrió la puerta y la sujetó hasta que salí.


Fui directamente al lavabo a echarme agua fría en la cara. Él se quedó quieto un par de pasos atrás, con la vista fija en mi espalda.

Tenía una sensación extraña. Sabía que mi relación con él no era buena, ni pasaba por sus mejores momentos. No estábamos bien, pero tampoco estábamos tan mal. Imágenes de los dos jugando al billar, o de él llevándome a casa a caballito cruzaron fugaces por mi mente.

Cogí un poco de papel y me sequé el rostro y las manos. Después eché a andar hacia la luz verde que indicaba la salida, preguntándome si Rafael tenía doble personalidad.


Todas las divagaciones que en ese momento acribillaban mi mente se disiparon en el instante en el que abrí la puerta de los servicios.

—Mierda. —Gemí girándome hacia él, que estaba justo detrás de mí.

—¿Qué?

—Estamos encerrados.

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