Parte 42

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—¿Qué tal en el taller? —Le pregunté cuando ya habíamos recogido todo, de nuevo en el sofá con la tele de fondo.

—Sin parar, tenemos mucho curro.

Se desperezó y apoyó las manos detrás de la nuca. Los músculos de sus brazos se abultaron. Me obligué a no mirar.

—No sabía si vendrías a comer.

—Iba jodido de tiempo. —Repuso.

—¿Te has ido a cuarta hora?

—¿Me tienes controlado, nena? —Me miró con astucia, y yo exhalé cansadamente.

—¿Qué hay sobre lo de no llamarme así, Rafael?

—Te hago el mismo caso que tú a mí. —Lo miré sin comprender. Me aguantó la mirada unos instantes y después añadió—. Moreno, si no te importa.

—¿Puedes darme una buena razón para no llamarte por tu nombre? —Crucé los brazos. Él se giró y fingió repentino interés por la tele—. Lo que suponía.

Estuvimos un largo rato en silencio, tanto que cuando volvió a hablar su voz me sobresaltó.

—Tenía terapia. —Entrelazó las manos sobre su pecho—. A cuarta hora, quiero decir.

—¿Terapia? —Me incorporé para verle la cara, pero él no me miró.

—Terapia de reinserción. Con una psicóloga. —Explicó con tono monótono—. Llevo viéndola un par de años, es parte de mi condena, y me permite librarme de algunas clases.

—¿Y qué hubiese opinado ella si supiera que le has querido dar la cena a la que te he invitado al perro? ¿Avance o retroceso en tu reinserción? —Solté una carcajada sorda, y Rafa se giró para atravesarme con sus ojos negros—. Bueno, eso ha sido una gilipollez. —Reconocí. Me aclaré la garganta, incómoda ante su pasividad—. ¿Y qué haces con ella?

Por un segundo dudó si responder o no. Después se encogió de hombros.

—Hablar. Bueno, más bien ella es la que habla todo el tiempo, de sus teorías.

—¿Teorías psicológicas? —Inquirí, recordando los contenidos de la asignatura del instituto.

—No, teorías sobre lo que me pasa.

—¿Y qué te pasa? —Me incliné más cerca.

—Esa es una pregunta errónea, Lucía. —Se inclinó a su vez—. La correcta sería qué no me pasa. —Me sonrió pero sus ojos estaban fríos.

—Ya veo. —Me limité a decir, y él se levantó.

—Bueno, me voy a dormir. —Anunció. Lo miré incrédula. Eran sólo las once, y él mismo había dicho padecer insomnio crónico. Me pregunté si era una estrategia para escabullirse del tema.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana. —Respondí, y me quedé sola viendo la tele, con más dudas que antes.

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