Parte 40

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Dediqué la tarde a estudiar para el examen de Matemáticas. Siempre había sido más de letras que de números, y tenía atragantada esa asignatura junto con Economía.

Hice decenas de ecuaciones de segundo grado, derivadas y problemas. Sin embargo me daba la impresión de que tenía los conceptos cogidos con pinzas, y cada vez que acertaba un resultado no podía atribuirlo más que a la suerte. Lo mismo pasaba cuando me confundía, no era capaz de ver los errores.

Mi padre interrumpió mi tarde de estudio con una llamada. Quería saber si estábamos bien. ¿Cómo íbamos a estar si nos había dejado a penas unas horas atrás? Además Rafael estaba trabajando, ni siquiera lo había visto. Aún así me esforcé en tranquilizarlo.

Ese día también hablé con mi madre. Debían de haberse compinchado para estar pendientes de nosotros. Me aconsejó que practicase a diario el saludo al sol de yoga para sobrellevar mejor la situación. Queda claro lo rara que era mi madre.

Cuando mi cabeza amenazó con explotar, salí a pasear con Bruno. Ya no quedaba ni rastro de luz, y las farolas iluminaban las frías calles. En los alrededores no había ninguna zona verde en la que el perro pudiese correr libre, simplemente nos limitábamos a que hiciese sus cosas. Pero estaba tan embotada que decidí subir toda Gran Vía hasta el Parque Grande, y caminar con él por allí.

El Parque Grande, haciendo mención a su nombre, era el mayor de Zaragoza. Siempre había gente haciendo footing, abuelos sentados en bancos y parejas con coches de bebé. Mantuve la correa corta, para evitar desencuentros con el resto de paseantes, y caminé sobre el manto de hojas húmedas que cubría el suelo.

Mi móvil sonó.

—Odio las derivadas. —Lloriqueó Diego a modo de saludo, pero por su voz parecía estar alegre.

—Ya somos dos. —Me senté en un banco para hablar con él.

—¿Has estudiado?

—Lo he intentado, pero no me cunde. Ahora estoy paseando al perro, pero si quieres puedo pasar por tu casa luego y repasamos juntos.

—No puedo, tengo planes.

—Ah, pues nada. Ya nos veremos en el insti.

—Sí, mañana estudiamos sin falta.

—Te recuerdo que acordamos ir todos los días a la biblioteca, y ya estás faltando a tu palabra. —Le reproché, mientras un par de chicas de mi edad pasaban corriendo frente a mí.

—Bueno, es una situación excepcional. Mañana vamos.

—De acuerdo.

—Que vaya bien el paseo. —Se despidió.

—Por cierto, me alegro de que vuelvas a estar en ti. —Le dije, antes de que colgase.

—¿Y cuándo no lo he estado? —Preguntó divertido.

—¿Quieres que te haga una lista? Esta mañana, el día de la fiesta...

—Vale, vale. Touché. Pero no me lo tengas en cuenta.

—¿Entonces estás bien de verdad?

—Mejor que nunca. —Dijo, y sonó sincero.

—Me quedo tranquila. Te veo mañana. Un beso.

—Otro para ti.

Bajé de nuevo Gran Vía, con el gélido cierzo revolviéndome el pelo todo el camino a casa. No era la primera vez que pasaba una temporada sola mientras mis padres atendían a sus respectivos quehaceres, pero sí era la primera vez que tenía compañía más allá de Bruno. Lejos de estar nerviosa me sentí bien ante la idea de alguien esperándome en casa.

Aunque mi padre había llenado exageradamente la nevera de provisiones, tal vez suponiendo que si él no compraba nosotros tampoco lo haríamos y moriríamos de hambre, se me antojó comida japonesa. Giré a la derecha en una de las bocacalles, hacia un pequeño restaurante que había descubierto años atrás. Enganché la correa de Bruno en la puerta, y pedí un par de raciones de yakisoba. Escogí lo más básico, pues no sabía si a Rafael le gustaría ese tipo de comida. Me las sirvieron en cajas individuales, con un par de paquetitos de salsa y palillos.

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