Alba

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Sobre el dosel arbolado, la Luna resplandece invicta en el firmamento. Su pálida luz crea miles de sombras entre el follaje, ofreciendo a los habitantes de la fronda una visión entrecortada de su mundo, la espesura dibujada en contornos claros sobre un fondo oscuro como la boca del lobo. 

La cazadora apoya la espalda en el tronco de un árbol, jadeando suavemente, cada vez menos, hasta que la respiración vuelve a su latido normal, mientras una sonrisa se dibuja en sus labios. Por primera vez desde hace mucho tiempo se siente viva, tremenda y gloriosamente viva. La tensión de los músculos, expectantes, el palpito de sus oídos, aguzados por el miedo, el peso de la vara en su mano, el cálido tacto de la piel de lobo sobre los hombros. La victoria y la derrota se decidirán en un solo momento y el sabor amargo de la desesperación reseca su garganta. El aire huele a noche, a muerte. La cazadora vive para momentos como este.

Se agazapa, una sombra entre las sombras, y palpa el cuchillo enfundado en su muslo, disfrutando del tacto tranquilizador del acero contra la piel. En algún lugar de la espesura, dos guerreros aguardan, deseosos de cobrarse su cabeza. La sola idea le produce escalofríos, ensancha su sonrisa. Silenciosa y veloz, avanza agazapada de un árbol al siguiente, atenta a cada sonido, los ojos entrecerrados. El guerrero tintineará con la canción de la cota de malla, el arquero será un blanco más problemático.

Capta un paso acelerado y se queda completamente quieta, conteniendo la respiración. Al otro lado del tronco oye una respiración pesada, el sonido de un hombre agotado y las notas tenues del acero contra el suelo. Rápida como el pensamiento e igual de silenciosa, se arrastra de sombra en sombra, atenta a cada pequeño movimiento.

Su presa se ha apoyado pesadamente bajo el mismo árbol en que ella se escondía. Por la respiración, por los espasmos, está herido, está agotado. Palpa el suelo buscando sin éxito una piedra, duda un segundo, y luego arroja una pequeña bolsa frente a él.

 El guerrero se levanta como un resorte, espada en mano, alertado por el sonido. Como en un sueño oye una rama golpear el suelo tras él y una zarpa gélida se cierra sobre su boca, empujando su cabeza hacia atrás mientras la daga muerde su cuello desnudo. El corpachón se estremece unos segundos y luego se derrumba como un títere con los hilos cortados, inerte.

La cazadora da un rápido paso y recupera su bolsa. Uno menos, solo queda el arquero. Se acerca al hombre desplomado y palpa sus ropas hasta dar con una abultada bolsa de piel. Al abrirla una luz dorada ilumina la noche, irradiando calor y una sensación de paz. Esconde rápidamente la bolsa bajo sus ropas y se vuelve a recoger su vara.

La flecha la alcanza en el hombro, desgarrándolo. Jadeando, arrastrándose, trata de encontrar el cobijo de un árbol. La segunda flecha la alcanza en el pecho, y la cazadora se derrumba en el suelo mientras las fuerzas la abandonan. Siente el calor de la rabia en el alma, el apagado dolor de la impotencia y finalmente una amarga sensación de abandono mientras su vida se apaga. El rostro vuelto al cielo observa la luna carmesí, cuya luz tiñe de sangre las sombras de la espesura.

 Un tirón seco y doloroso le devuelve la consciencia cuando su enemigo le extrae la flecha. Sus frías manos rebuscan con ansia, con desesperación hasta dar con la última llave de piedra, aquella que guarda junto a su corazón. Como una vela al viento, su vida titila. La boca le sabe a tierra y hierro. 

Oye el  alivio de su enemigo en un suspiro. Ve su figura ligeramente inclinada, tan cercana. Huele el aroma embriagador y siniestro de la sangre. Junto a su mano derecha, siente el tacto cálido de su bolsa, como un bálsamo. En la izquierda nota el peso familiar de su cuchillo. Se aferra a él con toda la fuerza de su ser, su mente entregada a un solo pensamiento.

Un gruñido salvaje, primario, toma forma en su garganta y la daga busca el cuerpo del enemigo una y otra vez, en un frenesí errático que se convierte en un rugido mientras el mundo se desdibuja bajo la luz escarlata.

Observa la sorpresa en el rostro de su presa, los labios entreabiertos en un grito mudo, las lágrimas recorriendo silenciosas sus mejillas, el rostro de una bella mujer consumido por la pena, desplomándose contra el suelo, sin hacer ruido. 

Respira profusamente, semincorporada. Vomita sangre. El dolor es rojo y el mundo también. Recoge la bolsa y el disco y avanza tambaleante hacia el altar, ignorando el pitido en sus oídos, el crujir de sus huesos y el canto quejumbroso de su cuerpo destrozado por las heridas, su mente convertida en un hervidero de rabia y determinación.

La piedra del altar es fría, tranquilizadora. Tropieza y cae sobre el hombro, y el dolor del astil al quebrarse le hace perder el mundo de vista. Tambaleante, vuelve a levantarse, dejando atrás un charco de su propia sangre. Uno a uno, con cuidado, deposita los diez círculos de piedra en el altar, encajándolos en sus respectivos espacios. En cuanto el último de ellos yace en su sitio, su cuerpo se derrumba, negándose a obedecerla ni un segundo más. Un último espasmo, un quejido sordo y su mirada, otrora feroz, se vuelve vidriosa.

En el cielo, la Luna roja empequeñece mientras el Sol ocupa su lugar en el firmamento.


Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora