El pequeño grupo de cazadores marchaba en desordenada formación a la cola de la gigantesca serpiente nycta, que cruzaba el desfiladero con paso más sonoro de lo necesario, quizá intentando ahogar el miedo que latía en el corazón de cada soldado.
El Paso era la frontera con el antiguo reino de Toprak, la única manera de cruzar las erosionadas cumbres de la Muralla con seguridad. Antaño había sido una frontera militarizada y un enclave comercial de primera categoría. Ahora el polvo se asentaba sobre los tenderetes vacíos y quebrados, sobre las arquerías de piedra y en el interior de las casas abiertas en la roca.
Sin embargo, los túneles de piedra y los pasillos y escondites del desfiladero aún estaban habitados por los varegos.
Guerreros, mercenarios, oportunistas, saqueadores... Los varegos habían tomado al asalto el Paso aun antes de la caída de Toprak, y nadie había logrado desalojarlos. Los indomables hombres del Oeste. Los hermanos de los lobos.
Los soldados del sur del reino sabían lo que se podía esperar de semejante pueblo de demonios salvajes, pues la frontera nycta era presa de sus ataques con cierta frecuencia, por lo que marchaban observando sus alrededores con miedo, que contagiaban a sus compañeros del norte, quienes jamás habían visto un varego. El cuarteto de cazadores, en comparación, marchaba casi risueño, bromeando y haciendo apuestas.
Al fin y al cabo, los cazadores eran la avanzadilla de la Hermandad, sus tropas de exploración y de entre ellos, los Lémures de Justo Severo eran el cuerpo más cruel, efectivo y temido por todo invasor del territorio nycto. Maestros de la emboscada, el terror y el acecho, sus métodos eran tan eficaces como moralmente cuestionables. Ya habían enfrentado a los varegos en muchas ocasiones antes. Uno de los cazadores, Rufo, era un desertor varego.
No cabía duda de que ya sabrían que la columna nycta había entrado en el Paso, y Rufo era de la opinión, compartida por el resto, de que no harían nada contra un contingente tan numeroso, o al menos, no hasta la noche. En cuanto se detuviesen, todo soldado que se saliese del grupo se podía dar por muerto.
Otros que morirían en breve serían los exploradores de Martino. El aguerrido comandante se había negado a permitir que Justo marchara al frente de la columna tanteando el camino, en parte por desconfianza, en parte por miedo, y en mayor parte aún por puro desprecio. Solo había que ver cómo miraba al pelirrojo Rufo.
De modo que Justo y los suyos marchaban en retaguardia, cerca de los carros de intendencia, un magnífico parapeto para cuando llovieran flechas, apostando cuánto tardaría el comandante en llamarlos al frente tras la muerte de sus exploradores.
La noche transcurrió sin más problema que los ocasionales aullidos de terror del soldado atolondrado al tropezarse con un guerrero barbudo después de haberse alejado más de lo conveniente para mear, nada que pudiese alterar el sueño tranquilo de Festo, en todo caso.
Festo era la clase de joven que las mujeres anhelaban y los hombres envidiaban. Alto, elegante y educado, en todo lo que hacía había una mezcla entre despreocupación y simpatía que hacía que uno no pudiese odiarle. Tenía una de esas caras redondeadas que inspiran confianza. Tenía el aire soñador del muchacho que aún no ha perdido la inocencia de la niñez. Tenía la voz alegre del bromista nato, siempre dispuesto a echar una carcajada y los ojos del azul del cielo, brillantes y vivos. Y tenía un pulso de acero y los mismos principios morales que un gato. Quienes despreciaban a los Lémures tenían razón en una cosa. Eran todos unos hijos de puta.
Su apacible sueño entre unos cuantos sacos de provisiones se vio interrumpido por una suave patada. Festo se desperezó con lentitud calculada, el sueño aún nublando su mirada y observó en silencio a su jefe. Justo clavó una mirada glacial en aquel muchacho adormilado y encantador.
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Teatro de sombras
FantasíaEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...