Parte V: Peán

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Capítulo 44: Lucerna


El Sol abrasaba la frente de la muchacha solitaria y el polvo del valle parecía arder, colándose por cada resquicio, de modo que con cada paso se levantaba una nube. Pero Belone apenas notaba aquellas inconveniencias, porque aquel polvo que estaba tragando era el polvo de Valliturre.

Años había soñado con aquella tierra, con aquel mundo lejano y olvidado, del que los Inquira habían sido exiliados con infamias y mentiras (¡Cómo si no!) para vagar como soldados de fortuna, por tantos, tantos años. Pero ella había vuelto y aunque el valle estaba vacío, el verde de sus colinas agostado y los cantarines ríos secos, aquella tierra agreste y quemada era el sueño de cada Inquira desde el día mismo de su expulsión.

Desvió algo sus pasos para subir a una colina, y antes del mediodía ya había coronado aquella loma pelada, y podía observar desde posición ventajosa el paisaje abrasado y amado. Y allá al frente, tan cerca que casi podía tocarla, Lucerna, su patria lejana. Lucerna con sus murallas y sus torres, recias y poderosas, Lucerna con su puente y su templo.

Belone rio de buena gana, mientras un escalofrío de satisfacción la recorría de pies a cabeza, embriagada, ilusionada como un niño chico que recibe un regalo. Bajó la loma a traspiés, tropezando y levantando polvareda y luego enfiló hacia la ciudad de sus ancestros con paso rápido y constante, cantando a pleno pulmón, con el corazón alegre y ligero.

Alcanzó las legendarias puertas antes de la caída de la noche y allí mismo, a su sombra, se detuvo un momento a disfrutar de la grandeza de su tierra. Aquella puerta, inmensa y magnífica, hubiese hecho sonrojarse de envidia a las mismas murallas de Clípea, unas infantes a medio crecer en comparación. El rastrillo estaba caído, pero Belone era flaca como un perro callejero y tras quitarse loriga y veste, se escurrió por uno de los huecos, algo más grande tras romperse un barrote oxidado y bajó hasta el suelo de Lucerna, al otro lado de la reja. Tiró de su coraza por entre los huecos, se la colocó con cuidado y precisión y solo entonces se permitió volverse y contemplar la magnificencia de la urbe vacía.

Vagó por aquellas calles amplias y polvorientas cantando, casi danzando, al ritmo mismo de su emoción. Subió las viejas escaleras, exploró los olvidados callejones, se sentó en un banco a descansar y cayó de culo al suelo cuando la madera cedió, muerta de risa. Allí siguió, retorciéndose de puro gozo en medio de una carcajada libre e inextinguible hasta que solo quedó un silencio satisfecho, y volvió a levantarse, impulsada por una idea.

El templo. Antes de que la noche la obligara a buscar refugio, tenía que ver el templo.

Cruzó Lucerna casi a la carrera, deteniéndose solo para constatar como de lejos se hallaba de su objetivo y, cuando el calor empezaba a volverse inaguantable, alcanzó el gran puente que unía la ciudad con el templo, situado en la cima de una columna natural de roca, fuera de las murallas.

Contempló la pequeña atalaya que conformaba la entrada misma al puente, el primer baluarte de los defensores de aquel santo paso, el Fuerte Porta. La entrada a aquella torre de guardia parecía una reproducción en miniatura de la puerta de entrada a Lucerna, pero por suerte la reja estaba alzada y la puerta cedió en cuanto la empujó. Siguió el pasillo a oscuras, acariciando la pared con la mano, y una sonrisa iluminaba su rostro cada vez que el tacto rugoso de la pared era sustituido por el hueco estrecho y amenazador de una saetera. Tarareaba en voz baja y disfrutaba con los ecos inquietantes que las canciones arrancaban a las paredes.

Se detuvo un momento cuando sus botas pisaron algo metálico, y la escasa luz que se filtraba le permitió distinguir una rejilla bajo sus pies y una enorme caldera sobre su cabeza, negra e inquietante. Salió de los tortuosos pasillos de aquel laberinto en miniatura con la sensación de euforia y desazón de quien esta aterrada y emocionada al mismo tiempo. Tomó aire con fuerza y disfrutó de aquella bocanada polvorienta y ardiente, riendo incluso mientras se retorcía de tos.

Ante ella se extendía ahora el gran puente y, en su mismo centro, la torre de los Inquira. Saboreó el momento, caminando despacio, disfrutando de las vistas con fingida tranquilidad mientras oía los desbocados latidos de su impaciente corazón y se mordía los labios de ansia mal contenida. Se obligó a mantener un paso lento y digno, casi de desfile, disfrutando de aquella dulce tortura, ignorando el mordisco del Sol, hasta que llegó al umbral mismo de la que había sido la morada de su familia por generaciones.

Empujó los grandes batientes y las puertas secas y viejas se abrieron ante ella con un quejido molesto y oxidado. Entró en la gran sala tras las puertas y se detuvo allí, extasiada. Cerró los ojos y disfrutó del olor de la antigüedad. En aquella gran sala los Inquira se habían ocupado por generaciones de examinar a cada visitante del templo, uno por uno, sin excepciones. Cualquier ciudadano honrado o visitante extranjero sin arma visible tenía permitido el paso a través del Fuerte Porta, pero en la Torre de Inquira, esos inocentes peregrinos eran despojados de cualquier arma que pudiesen llevar, escondida o no. Ni emisarios, ni sacerdotes, ni los mismísimos reyes podían cruzar hasta el templo sin antes desnudarse y soportar el examen de los Inquira.

Vagó por el inmenso salón, cruzó pasillos, puertas barradas y ascendió por una rampa en espiral hasta el piso superior de la consigna. Abrió lo quedaba de una puerta envejecida y salió a otra gran sala, donde unas cadenas delimitaban el itinerario de los peregrinos. El silencio era sobrecogedor bajo los gigantescos techos de piedra de una sala que solía estar abarrotada. Pasó del puesto de guardia, mirando a un lado y otro, saciando su curiosidad en los restos que habían sobrevivido a las eras y el abandono, y llegó a las escaleras de bajada que devolvían a los peregrinos al puente, al otro lado.

Desde aquella altura privilegiada pudo contemplar al fin el bastión de la fe de Lucerna, el templo del Tercero. Recorrió vehemente la imponente silueta de aquel santuario circular, orgullo de la ciudad, así como las cuatro torres que lo rodeaban. Su mirada vagó entre los estrechos ventanales, las pilastras de la entrada y la hermosa cúpula y se detuvo al fin en la figura negra, lejana y ominosa, en el centro de la plaza frente al templo, en pie bajo el sol abrasador, destellando con el brillo del metal.

Ni las historias de su abuelo ni los grabados de su niñez mostraban una estatua en aquel punto, de modo que clavó la mirada con atención en ella, tratando de discernir de qué se trataba. Tan concentrada estaba que la voz a su espalda le provocó un respingo y un rápido paso atrás instintivo.

—Muy buenas noches. ¿Puedo preguntarle que le trae a Lucerna?

Inquira sostuvo sus manos frente a ella, sujetando una imaginaria lanza, hasta que cayó en la cuenta de que no tenía arma alguna. Frente a ella, sonriente, un hombre de edad indeterminada, la examinaba con curiosidad. Era más bajo que Belone, llevaba una media melena oscura mal peinada y ropas que en algún momento habían sido negras, pero el desgaste había tornado grises y raídas. Mantenía ambas manos abiertas ante él, en un gesto conciliador, pero no abandonaba la penumbra de la torre.

—No se ven muchos viajeros por estos lares, señorita. A buen seguro estará hambrienta. —El tono del hombre era amable y sus modales cuidados—. Tengo un rincón en la torre donde dormir y comer, sígame. Me encantaría oír su historia.

Sin esperar respuesta, el hombre se dio la vuelta y se marchó. Belone dudó un segundo, luego lo siguió. A peor no podía ir y ella también tenía interés en saber qué hacía aquel hombre extraño en la abandonada Lucerna.

Frente al templo, la figura de la plaza varió el peso de pierna, un movimiento casi imperceptible. Luego siguió con su eterna guardia.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora