16. Albor y grana

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La panorámica desde lo alto de los muros de Akkapi era sobrecogedora. El mundo y sus formas parecían borrarse en aquella extensión infinita de polvo y rocas. Los riscos de la Muralla eran el horizonte, como si Toprak no fuese sino el enorme patio del castillo de un gigante. Solo el río rompía aquel paisaje de soledad uniforme, una cinta roja destellando como acero bajo los ardientes rayos del Sol. No era la primera vez que contemplaba aquella vista, pero Rufo jamás se cansaría de aquel espectáculo. Le llenaba de paz la certidumbre de su pequeñez ante el mundo, aquella deliciosa y tortuosa sensación de soledad.

Habían llegado a las blancas murallas de Akkapi aquella misma tarde,tal como estaba previsto, y a la sombra de aquel santuario olvidado se habían cobijado del abrasador calor, dispuestos a pasar allá la noche, en espera de la llegada del resto del ejército. Esa era la versión oficial, para todos los públicos, pues en cuanto Asino cayó redondo por obra y gracia de un brebaje del rubio, los Lémures habían buscado los viejos caminos de los varegos y habían escalado las murallas.

El viaje a Akkapi era una especie de prueba de valor para el pueblo de los lobos, y la gran mayoría conocían el camino y la ciudad, aunque solo hasta las murallas. Los ancianos, encargados de ser la memoria de su pueblo, aún recordaban las historias que oyeran en los regazos de sus abuelos sobre la gloria de Akkapi, la joya del norte, el alma y cuna de Toprak.

No era difícil creerlo cuando uno contemplaba aquel círculo perfecto trazado en piedra alba, orgulloso bastión de la fe de un pueblo, erguido en medio de la polvareda, defendiendo dentro de su pálida coraza los templos que fueron custodios de las creencias del pueblo de la arena.

El camino abierto en la pétrea piel por generación tras generación de varegos conducía hasta una galería cubierta en lo alto de las murallas, los viejos pasadizos desde los que los arqueros de Toprak habían defendido su urbe, un deambulatorio que recorría la circunferencia entera de la ciudad. Aquí y allá las viejas paredes habían sucumbido al tiempo y el abandono, cortando parte de la vuelta, pero aquel balcón sobre la ciudad seguía ofreciendo una vista espectacular del interior de la misma.

Rufo terminó de recoger el cabo y se unió al resto de los compañeros en su observación de aquel bosque de casas y templos, casi intacto, oculto a las heridas del viento y la arena tras sus muros impolutos.

—Esa calle rodea toda la ciudad por fuera, y desde ella el resto de las calles confluyen en el centro, como si fuesen los radios de un carro. Al menos eso contaba mormor.

—Bien. —El teniente estaba apoyado en el balcón, siguiendo con la vista los perfiles de Akkapi. Frunció el ceño un segundo, molesto, y luego se volvió hacia el varego—. ¿Rufo?

—Yo tampoco he bajado nunca a nivel de suelo, pero por lo que vi al rodear la ciudad, podemos fiarnos de la anciana.

—¿Entonces nadie lo ha visto por sí mismo?

—Estos balcones son la frontera entre el valor y la estupidez, volnad. Los que bajaron siguen abajo.

—Es como dice Hiem. Akkapi solía ser una ciudad de peregrinación. Podemos contar con que habrá un montón de caminos que lleven a su centro.

—Esperemos que así sea. Hubiese preferido saberlo seguro de antemano. ¿Podemos estar seguros de que el templo que buscamos es el del centro?

—Si quieres estar seguro, haz que Festo sonsaque al comandante. Pero es lo único que tiene medio sentido.

—Yo me ofrezco a hacerlo, si es menester.

Justo ignoró la oferta del muchacho, la vista aún perdida en la lejanía. Quizá observaba el gran templo. Situado en el centro mismo de Akkapi, aquella magnificente mole podía verse desde cualquier punto de las murallas, una enorme cúpula rodeada de columnas, dominando la ciudad desde su privilegiado emplazamiento. Hiem tenía razón. Solo aquel podía ser el sitio.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora