42. Victoria

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Cuenta la tradición nycta que las furias son tres, a cada cual más terrible que la anterior.

Yenisehir recibió a la tercera en silencio, un silencio gris, vacío, anodino, una muerte en vida. La última furia vagaba a rastras por las calles, sosteniéndose en las paredes, gateando, con la mirada desorbitada por un dolor más grave que el que aquejaba su cuerpo deshecho. Arrastraba a su lado la cabeza del dragón y dejaba que el rastro ensangrentado del macabro trofeo se mezclase con las huellas de su propia sangre, la estela de su paso por las calles.

Cualquiera de los engendros podría haber puesto fin a su vida con absoluta facilidad, pero ninguno quiso interponerse en su camino, ninguno quiso tentar a la suerte, porque herido como estaba, aquel demonio seguía causando en los inmortales una mezcla dispar de terror y respeto.

La muchedumbre ante el palacio se abrió sin palabras para dejarle pasar y los hombres que habían abierto las puertas para la primera de las furias se cuadraron a su paso, e incluso abrieron más los pesados batientes para facilitarle la entrada.

Al contario que el distraído Festo o la apresurada Hiem, Justo vio cada detalle de cada sala del palacio, con dolorosa lucidez, cada fragmento de una vida marchita, cada prueba de una existencia desaparecida, presagios ominosos de un mundo gris que se teñía de rojo. La bolsa de las llaves repicaba en sus heridas con cada paso, y podría haber jurado que la carga de los amuletos se hacía más pesada según avanzaba.

Nunca supo por cuánto vagó por las salas del palacio, desorientado, perdido en su decisión. Las mujeres del serrallo tuvieron buen cuidado de apartarse de su paso, manchó de sangre y desesperación cada puerta que no pudo abrir y de angustia y miedo cada corredor que atravesó en su vagar. Hasta llegar a la pajarera. Hasta llegar a Hiem.

La varega se había recostado en los restos retorcidos de las paredes de la jaula, entre el polvo y los escombros, y miraba el cielo con la vista perdida y el gesto cargado de dolor. Justo cojeó hasta ella y los ojos vidriosos de la Lémur recobraron su brillo tormentoso, mientras una sonrisa se ensanchaba en su rostro.

Volnad —susurró despacio—. Que alegría.

Justo cayó de rodillas ante ella con un nudo en la garganta. Acarició el rostro que tanto quería, recorriendo con ternura aquella piel blanca y suave, y apoyó su rostro en el pecho de la varega, ahogando las lágrimas de amargura en un abrazo. Ella sonrió con cansancio, le acarició el cabello y le besó la frente.

—Ea, ea, los fantasmas no lloran, volnad. —El Lémur dio un respingo al oir la voz de Hiem, tan apagada, tan cansada—. Hay algo... algo que tengo que pedirte.

Aún con la cabeza baja, Justo oyó el sonido de la daga al salir de su funda, y odió aquel sonido, odió el roce del acero y la frialdad del cuerpo de Hiem, porque aquel también era el sonido de la muerte.

La varega le obligó a levantar la cabeza, a mirarla a los ojos, y más lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas de Justo.

—Por favor —suplicó, y aquella súplica le dolió más que todas las heridas de su cuerpo.

Justo negó vehemente, intentó levantarla, gruñó y desesperó, pero ella solo le miró con dulzura, cansada, muy cansada, mientras su vida se apagaba.

—He perdido ambas piernas, volnad, y mucha sangre. Mucha. — Su mano buscó la de Justo y le obligó a aceptar la daga—. Voy a morir, y aun si no, así no te sirvo de nada. Por favor, ayúdame. —Él negó despacio y una lágrima solitaria bajó por la mejilla de Hiem. Cuando habló de nuevo, su voz estaba rota de dolor y pena—. Duele mucho. Por favor, Justo.

El líder de los Lémures se recompuso al oírla. Inspiró hondo y escupió sangre. Luego colocó el cuchillo sobre el corazón de su amada. Hiem cerró los ojos y musitó un "gracias" apagado. La hoja entró rápida y precisa, se hundió en la carne y segó la vida con un golpe de muñeca. Luego solo quedó el silencio, horrible y vacío.

Justo vio la paz en el rostro de la varega y el mismo quedó en paz. Se dejó caer en el suelo, sin fuerzas, lúcido como nunca, frío. Se odió por ello, pero era incapaz de arder de rabia, y sus lágrimas se habían secado, para no volver nunca.

Debía seguir, se dijo. Solo era otra muerte, se dijo, una más para la lista. Debía seguir.

Estiró las piernas y palpó la carne allá donde el dragón le había arrancado la piel. Las heridas ya estaban cicatrizando y el dolor disminuía, convertido cada vez más en un vago recuerdo. Se palpó la mandíbula y el dolor de la carne arrancada y los huesos rotos alivió algo su desolación.

Con un movimiento limpio, sin dudar, hundió la hoja en su mejilla hasta abrirla, para luego partir la mandíbula por las grietas del hueso. Acuchilló los colgajos de carne y se los arrancó del cuerpo a tirones. El dolor era sofocante, sobrehumano, pero aquello estaba bien, quería sentir dolor. Rompió lo que quedaba de su mandíbula con un golpe seco y luego serró poco a poco el resto de su boca, mientras la sangre salía a borbotones de la herida, empapando sus manos y manchando el suelo. Tampoco importaba, realmente.

Por último, sujetó su lengua con la mano y dejó que la hoja se clavara en la carne despacio, atravesando el músculo poco a poco mientras su cuerpo entero intentaba resistirse en vano. Rebanó la mitad de la lengua con rapidez quirúrgica, y luego agarró el músculo partido por la punta y tiró de él, para facilitar el corte de la otra mitad.

Cuando terminó sudaba a mares y el cuchillo se le escapó de las manos. Observó los restos de su boca, desperdigados por el suelo. Así evitaría que la herida se infectase, se dijo, aquel estropicio jamás hubiese curado bien.

Pero en el fondo sabía que no eran más que excusas ridículas.

Solo quería sentir dolor. Solo quería pagar por sus pecados.

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La niebla se elevaba de las laderas del monte como una columna de humo, supurando del cuerpo de Meltem como sangre de una herida.

Justo llegó hasta allí andando, cargado con todos sus arreos y armas. Su paso era decidido y su mirada helada y calculadora eran el disfraz que ocultaba el remolino que devoraba sus entrañas y el temblor que sacudía su cuerpo.

Ambos habían cambiado desde su último encuentro, tan solo algunas horas antes. La orgullosa y dicharachera inmortal había perdido la alegría de su rostro. Su cuerpo se mezclaba con la niebla, se desvanecía a través de las grietas que surcaban su piel como si en lugar de una persona se tratase de una vasija destrozada. Quizá fuese así, pero mujer o vasija, se aferraba al cadáver de Festo con todas sus fuerzas, envolviéndolo en un abrazo cargado de dulzura, y pena.

—Yo lo maté. Yo... —La inmortal se detuvo incapaz de hablar, transida de dolor—. Era un buen chico y yo... de nada, valgo de nada, hecho de nada. —Meltem bramó angustiada, desesperada por su torpeza en el habla—. Es culba mía. Nada, al fin, nada. Hace minutos, muerto en mis brazos, y yo he hecho nada.

Justo la miró sin verla y no respondió. Tampoco hubiese podido, de todos modos. Solo se acercó al cadáver de Festo y se despidió en silencio, inexpresivo, tan muerto como el resto de sus hombres. Luego dio la espalda a la inmortal y se marchó.

Un brillo pálido llamó su atención hacia el suelo. Resplandeciendo sobre el rostro partido de una estatua, el amuleto de Yenisehir, palpitaba, vibrante y extraño.

Por un momento pensó en dejarlo allí. En marcharse y olvidar todo el asunto. Al final, lo recogió y lo guardó junto al resto.

Aquella misma tarde abandonó la ciudad y se internó en el desierto.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora