Parte final: Teatro de sombras

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56. El lema de los malditos



El Sol caía a plomo entre los restos del polvoriento pueblo, y sobre la cascara vacía del líder de los Lémures. Justo apenas percibía ya su calor. El más ardiente de los astros palidecía ante la profundidad del infierno, de la sima en que su mente se había sumido.

Podía verlos antes sí, los fantasmas de todas y cada una de las personas a cuya vida había puesto fin. No conocía nombres, pero los rostros si le eran conocidos, las heridas le eran conocidas, y aunque su cuerpo no estaba sujeto más que por el ardiente viento del desierto, su alma estaba atrapada en el peso de tantos cadáveres, tanta ceniza, tanta muerte.

Le susurraban, con suavidad e insistencia, preguntas a las que no había respuesta, ruegos que llegaban tarde, acusaciones que no podía desechar, y sus voces eran el único sonido en la mente rendida del cazador. Durante horas, durante días, hasta que la canción llegó.

Un canto dulce, melancólico, que hablaba de la belleza de lo perdido. Como una polilla a una llama, el cuerpo de Justo volvió a moverse, arrastrado por aquellas notas, refugiándose en aquel llanto amable para huir de la corte de fantasmas que seguía cada paso suyo.

Encontró a la cantante sentada entre los escombros de un hogar, una reina sentada en su trono derruido, y allí se dejó caer de nuevo, al arrullo de aquel sonido roto y triste, dejando que su alma se balancease en la tenue lumbre de la balada.

Pero la canción subió, creció, alzándose como una llamarada, estallando en una sinfonía maldita de determinación y fuego. Justo gruñó y se cubrió los oídos, pero aquel ritmo endiablado rugía en su mente, sacudía cada fibra de su cansado ser con la ira de un enjambre. Levantó la vista hacia aquella sirena y sus ojos se encontraron con los de ella, ardiendo en un fuego esmeralda. La mujer descendió con la elegancia de una diosa herida, mientras su voz se volvía un susurro tranquilo, un quedo grito de guerra, un murmullo que murió con suavidad.

Justo volvió a bajar la vista mientras su corte rodeaba el escenario de la sirena y el silencio volvía.

—Justo Severo, mira a que te has visto reducido.

Justo levantó la vista de nuevo, con curiosidad cargada de pesadez. Lamentaba haberse acercado a aquel lugar, quería regresar a su soledad. Pero ella tenía otros planes.

—He cruzado el Tártaro para llegar hasta aquí, y esto es todo lo que encuentro. Un asesino destrozado sin boca. Excelente, excelente... —El sarcasmo no desmerecía la belleza de su voz, ni restaba autoridad a sus palabras, que se imponían con fuerza sobre las de sus espectros.

Ella se sentó con cuidado, amagando con toda dignidad una mueca de dolor, y arrojó una bolsa a los pies del Lémur, una bolsa de la que asomaba un brillo pálido y helado.

—¿Recuerda a que ha venido aquí, teniente?

Justo bajó de nuevo la mirada, tratando de ignorarla, pero sin encontrar fuerzas para huir de su voz.

—Me encantaría encargarme yo misma, puede estar seguro, pero me temo que el desierto se ha cobrado mis fuerzas. No sé ni como he logrado llegar aquí, y desde luego no podré seguir, de modo que ahora queda en sus manos.

Justo cerró los ojos, intentó huir de aquella mujer y sus palabras. Pero por más que lo intentara, no había lugar donde esconderse en una mente rota.

—Ya veo. —Había una sonrisa en su voz y podía sentir aquellos ojos penetrantes clavados en su coronilla—. No creo que pueda hablar mucho, teniente, así que hablaré yo por los dos. Tiene una misión que cumplir.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora