6. Hacia la oscuridad

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Marco apoyó la espalda en la pared de roca. El túnel era oscuro y las paredes estaban húmedas, todo lo cual resultaba muy reconfortante. De las profundidades le llegaba la respiración de la montaña, pesada y fría, calmada. Seis de siete. No estaba tan mal, teniendo en cuenta el caos de allí afuera. Miro a Tácito al rostro y sonrió. En realidad, se sentía feliz, aliviado.

La risa brotó de él como un murmullo primero, después como un torrente, llevándose todo lo malo del día. Se sentía tremendamente vivo.

Tácito era demasiado serio para contagiarse de su alegría, pero la mueca en su rostro se suavizó, aliviado. El lancero, tendido en el suelo por el agotamiento, se sumó al poco a su risa.

Ni Fidel ni Sirio se unieron a ellos en lo más mínimo, con el desconcierto e incluso una cierta desaprobación pintados en el rostro. Tanto daba. Estaba vivo, condenada y gloriosamente vivo.

Incontenida, desafiante y vital, la risa resonó en las paredes del túnel, creando ecos hasta producir la impresión de que era la propia montaña quien reía, con carcajadas desacompasadas, roncas y siseantes al mismo tiempo.

El comandante secó las lágrimas en sus ojos, de mucho mejor humor. Su semblante volvió a su perenne mueca severa, pero aun reía con la mirada.

—Caballeros. —Marco se detuvo un segundo mientras su voz reverberaba poderosamente en la oscuridad—. Buen trabajo. Se han ganado una noche de descanso. Yo mismo y Tácito nos encargaremos de las guardias, de modo que duerman sin miedo.

Se tomaron sus palabras con paciencia, mientras sus agotados cuerpos y abotargados cerebros procesaban la información, luego buscaron lugares para tumbarse y modos de usar su ropa como almohada. La pérdida de los caballos significaba que no tendrían tantas provisiones como estaba previsto, pero aun tenían suficientes para ir tirando, y cada uno tenía una manta y un par de odres con agua.

Al poco la cueva empezó a llenarse con ronquidos. Marco dirigió un corto vistazo a Tácito y el soldado se echó también, mientras el comandante avanzaba entre los tumbados hasta la entrada.

Se apoyó en una piedra, a la entrada de la cueva, y se cubrió con la manta. Colocó la espada entre sus piernas, desnuda, y  se quedó quieto y silencioso, la perfecta imagen de un centinela de la piedra vigilando el paso a algún lugar vetado.

La noche era tranquila y el sol no brillaba con tanta fuerza como en Clípea, quizá gracias a la montaña en cuyo seno se cobijaban. El barullo de la tarde se había desvanecido y el silencio había vuelto al valle y la ciudad. No se veía un alma en aquella porción del mundo.

Incómodo, se removió en su improvisado asiento hasta dar con una postura más amable con su molido cuerpo. No echaría de menos a los caballos, la galopada iba a retumbarle en los huesos durante días.

Observó a su tropa durmiente, silencioso. Sirio estaba hecho un ovillo bajo la áspera manta, cubriéndose la cabeza con los brazos y respirando silenciosamente. Fidel se había dormido sentado contra la pared, con la cabeza gacha y la espada sobre las rodillas. Era un buen hombre, y uno muy válido, además. A su lado, el extraño lancero, aquel Inquira salido de ningún lado, dormía boca arriba en el suelo, sin manta ni cojín de ningún tipo. Roncaba con una intensidad impropia de un cuerpo tan delgado y , aunque parecía indefenso en su sueño, su diestra no soltaba el asta de la lanza.

En la entrada de la cueva, justo frente a él, Tácito se había tumbado de lado, la espada sujeta entre ambos brazos, abrazada como un niño abrazaría un peluche, durmiendo en silencio, hasta el punto de parecer muerto, mientras que Sila dormía el sueño intranquilo de la inconsciencia, agitándose y gimoteando, tumbado donde lo habían dejado, justo a su derecha. Había llegado el último al túnel solo para caer redondo al momento de cruzar el umbral, y nadie se había molestado en intentar despertarle. Por agitado que fuera su sueño, probablemente fuese mejor que la realidad.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora