35. Niebla y Vientos

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Festo soñó con lagos, peces y flores.

Despertó despacio, de forma apacible, dejando que sus ojos se acostumbrasen al brillo amable del brasero, mulló su almohada y volvió a cerrar los ojos, tratando de volver a la felicidad pacifica que precede al despertar.

Volvió a despertar de golpe apenas un segundo después, incorporándose al tiempo que buscaba su daga, observando a un lado y otro de la estancia confundido, sin lograr ver nada familiar. Poco a poco los recuerdos iban volviendo, la niebla, el lago, el bote y el agua, fría, hostil, letal.

Se encontraba en una estancia circular, alguna especie de carpa, sentado en un viejo diván raído, pero aún cómodo. Frente a él había un brasero de hierro bien trabajado, con filigranas vegetales sobredoradas que bailaban al son tenue de las llamas. Bajo sus pies, una bellísima alfombra de Toprak, decorada con escenas de caza. Muebles de lo que a buen seguro eran maderas nobles, el aroma dulzón del incienso, un par de hermosas armaduras metálicas... el cuadro entero hablaba de lujo y poder, aunque todo tenía pinta de estar viejo y deslucido por el tiempo.

Hiem estaba inconsciente en otro diván, con el pelo aún empapado, pálida y quieta. Iba a levantarse para tomarle el pulso cuando una brisa helada le erizó los pelos de la nuca. Se volvió tan rápido como pudo, todavía buscando en vano su daga.

Una mujer había entrado en la tienda, dejando pasar el frío y la niebla, y aún tardó en volverse mientras se aseguraba de volver a cerrar bien la entrada. Sonrió a Festo con amabilidad en cuanto terminó, y su voz sonó como la brisa.

—Has desbertado. Eso bien.

Festo la observó con desconfianza. Era hermosa, pero también la adelfa lo era. Muy alta y esbelta, con la piel morena y los ojos negros. Pero su cabello ceniciento flotaba a su espalda movido por un viento propio, y vestía armadura, lo cual, tras la experiencia de Akkapi, no suscitaba la confianza del Lémur. La sonrisa de la joven se ensanchó y las palabras brotaron de sus labios como un torrente rápido y cantarín.

—Nycto oxidado. Mucho tiempo. Bien tu bien. Resistirte mucho, casi hundes tu niña. Tu chica. ¿Cómo en barco si no nadar? Loco, locos dos. Bero bien si acaba bien ¿Sí? Eso imborta, al final. Suerte yo aquí. O mala suerte. Si no Yildirim, no agua, subongo, bero suerte ¿Sí? ¿Tú bien? ¿Muerto? No, no, no balabra. Dañado, jodido, hecho mierda ¡Herido! ¿Tú herido?

Festo cerró la boca despacio, ahora más desorientado que antes. El nycto de aquella mujer era rápido y torpe, y le miraba con expresión esperanzada y anhelante, esperando su respuesta con una sonrisa de felicidad. El resquemor del Lemur se vio superado por su confusión y por la amabilidad de la joven, de modo que intentó responder lo más cortésmente que pudo, mientras su mente hacía enormes esfuerzos por intentar entender la situación.

—Yo... ¿Bien? Esto... ¿Gracias?

Ella rio y Festo se sonrojó de pura vergüenza.

—¿Bien o no bien? Deja ver, deja, yo digo.

Aquella extraña mujer avanzó hacia él y Festo retrocedió por puro instinto, buscando a su alrededor algo con que defenderse. Aquello detuvo a la joven, que retrocedió con expresión dolida. Luego volvió a sonreír, con algo de tristeza, y retrocedió hasta su lugar junto a la entrada.

—Berd... —Torció la boca en una mueca y se frotó la barbilla, recordando algo. Luego entreabrió los labios unas cuantas veces, para mayor confusión de Festo, antes de seguir hablando—. Perdón. Desconfiar es normal. Mundo de mierda ahí afuera ¿Eh?

—¿Qué eres?

Ella se llevó una mano al pecho y realizó una elegante reverencia.

—Meltem Yayveok, Viento de su majestad, rey de Toprak.

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