18. La guerra de los espectros (I)

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La ciudad ardía sin llama bajo los pies de los Lémures, un averno encarnado en que el aroma del acero y la sangre eran indistinguibles. Justo y los dos varegos pasaban de tejado en tejado, sobre las arquerías que unían la ciudad cuando aún permanecían, o saltando allá donde habían caído, deteniéndose solo cuando una partida de fantasmas, bailando en el viento, pasaban sobre las casas para atajar en su descenso hacia el ojo de la tormenta.

Seguían a Martino, vigilando cada movimiento y cubriendo su avance. Rufo vigilaba los tejados para evitar sorpresas, Hiem se encargaba de la retaguardia y Justo, arco en mano, se aseguraba de que el comandante pudiese continuar su enloquecido baile a través del campo de batalla, hasta que quedó patente que se dirigía hacia el gran templo de Akkapi.

Treparon por los adornos y muescas de las columnas hasta llegar a lo alto de la bóveda que servía de tejado a la imponente construcción. Fueron ellos los primeros en ver al toro sentado en su balconada, esperando, y al ver a aquel engendro acorazado Justo estuvo a punto de esbozar una sonrisa de puro alivio. La bestia permanecía inmóvil, su corpachón solo sacudido por el temblor pesado de su poderosa respiración, la vista fija en el pilar negro en el mismo centro del templo.

Estaba vigilando, y lo hacía a conciencia. Si aquel monstruo hubiese abandonado su posición y hubiese tomado las calles de Akkapi a sangre y acero, los cruzados hubiesen caído en cuestión de horas, arrasados. Ni el más veterano de los soldados podría plantar cara a aquella cosa. Pero en lugar de eso, estaba sentado, esperando, vigilando.

Aterrado.

Y Justo sabía sacar provecho del miedomejor que nadie.

Esperaron en silencio, esperaron hasta que el comandante entró en aquel jardín atemporal, hasta que el guardián saltó a la palestra, dispuesto a batirse con cualquier invasor, y solo entonces, como un solo hombre, los tres Lémures bajaron a la platea que ocupara la bestia. No hubo una sola palabra porque todas estaban ya dichas. Rufo sacó el cabo y lo aseguró a un pilar de piedra y Hiem bajó por él, seguida al poco por el pelirrojo. Justo tendió su hatillo de flechas en el suelo. Tomó tres saetas y volvió a envolver el resto, apoyó un pie en la barandilla, tensó el arco y quedó inmóvil, preparado.

El comandante estaba teniendo problemas luchando contra semejante monstruo, pero dadas las circunstancias estaba mostrándole a la bestia como se había ganado los galones. Rufo se pegó a la columna y esperó a que la bestia se girase, Hiem ya estaba fuera de la vista. El guardián embistió a Martino y Rufo vio su momento, rodeó la columna, recogió el amuleto y desapareció en uno de los pasillos que llegaban al sanctasanctórum.

Justo contó hasta diez, despacio. Luego la saeta abandonó la cuerda con un zumbido para hundirse en la nuca del toro. La bestia se volvió, rabiosa. Lo primero que vio fue a Justo, lo segundo el pilar vacío. El bramido que emitió retumbó en las paredes de piedra como una amenaza de muerte, pero solo era el sonido de la desesperación y la derrota. Justo puso otra flecha en la cuerda y se dirigió despacio hacia uno de los accesos. La bestia sobrepasó el balcón de un salto en el momento en que el teniente de los Lémures llegaba a la entrada del pasadizo, y fue recibida por aquel en forma con una flecha en plena testuz.

Cargó lleno de ira, pero el pasillo era muy estrecho para una criatura de su volumen, de modo que se empotró contra el corredor con un golpe que hizo retumbar el templo entero. Hundió la guja en las entrañas del corredor, tratando de acertar a ciegas a su contrincante, pero Justo ya se había situado fuera de su alcance. Cuando bajó la enorme testa para ver si había logrado algo con su desesperado intento, la tercera flecha se clavó en su cuello hasta el astil.

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