Una furia cruzaba las calles de Yenisehir como una exhalación, una flecha lanzada directa hacia su blanco, goteando sangre y odio. Los monstruos que habían llamado a aquella ciudad "hogar" durante cientos de años, ahora se encerraban en las casas abandonadas, se escondían en los recovecos de las ruinas y, los que aún recordaban cómo hacerlo, rezaban.
La vieron cruzar el barrio del mercado, sorteando tenderetes, evitando los restos desguazados de sus presas. La vieron cruzar a la carrera el viejo barrio de los comerciantes, ignorando las carretas volcadas que en otro tiempo formaron barricadas. Pasó a través del Barrio de las Espadas sin dedicar un segundo vistazo a los monstruos que, aterrados, se armaban con la impedimenta de soldados muertos, amenazándola en silencio, mientras rogaban para sí que les ignorara.
Cruzó y siguió, ascendiendo circulo tras circulo de Yenisehir, sin pararse, sin volverse, sin dudar, porque tenía un objetivo, y tenía prisa. La vieron y ella los vio, pero no les dedicó más atención de la que dedicó a los bellos templos o las casas de los nobles, ni se detuvo hasta llegar al palacio mismo.
Solo frenó su carrera ante aquellas puertas, para recuperar el aliento. Los engendros de la ciudad la observaban desde la distancia, fascinados y temerosos. Todos los que no habían muerto o habían podido superar el miedo la habían seguido, impelidos por la curiosidad y habían empezado a reunirse en torno al puente que conducía a la morada del rey, murmurando entre ellos intrigados, pero manteniendo las distancias respecto a la varega.
Empujó los altos batientes, pero aquellas puertas no estaban pensadas para que la fuerza de un humano, por fuerte que fuese, pudiese abrirlas. Entonces Hiem se giró hacia sus espectadores y señaló a un par de ellos con gesto autoritario. Los señalados quedaron solos al segundo, abandonados por sus semejantes, y no les quedó más remedio que avanzar, temblando de pies a cabeza. Hiem les mostró la puerta con otro gesto imposible de desobedecer, y las abominaciones, fascinadas e incrédulas, abrieron las puertas de palacio para la furia, que las cruzó al segundo, dejándolos sin saber bien qué hacer, pero sin atreverse a marcharse.
Cruzó los amplios salones que antaño recibieron a los dignatarios de medio mundo, por los comedores en que la nobleza de Toprak festeó y sobre las bellas arquerías blancas. No tenía ni idea de cómo llegar a la torre del rey, pero tampoco era un pensamiento que la preocupase. Se detenía en cada ventana y cada puente y buscaba el siguiente paso en su avance, inasequible al desaliento.
Las hermosas salas pasaron ante ella como un borrón apenas reseñable, inmune a los encantos del viejo reino, lanzada en su frenética carrera. Y así llegó al Pabellón de las aves. Ningún pájaro cantaba ya en aquella pajarera, ningún plumaje multicolor alegraba la vista de los visitantes, solo los restos consumidos de las gruesas enredaderas, los oxidados comederos colgantes y la multitud de perchas atestiguaban qué, en algún momento perdido en el tiempo, aquel había sido un vergel de vida y belleza. Quién sabe qué melancolía vieja y extraña había llevado al gran rey allí, pero lo primero que el gigante pétreo había hecho tras su brutal despertar había sido descender hasta aquel recodo de su jardín, al pie mismo de su torre.
Allí fue donde su camino se cruzó con el de Hiem, y en aquel orfeón sin cantores fue donde el gran rey levantó de nuevo su acero, siempre listo a defender su reino.
Hiem estaba furiosa y decidida, pero su mente seguía clara, y en aquel momento le gritaba que corriese. Reculó hacia el acceso al pabellón, pero la puerta se cerró en sus narices a una señal del rey. Con otro gesto imperativo, la puerta tras el señor de Toprak quedó asimismo bloqueada, encerrando a Hiem en aquella cárcel olvidada.
La varega miró al frente, miró a su alrededor y solo vio desesperación. Algunos de los barrotes habían cedido a las inclemencias de las eras, pero las puertas que abrían solo daban al vacío. La pajarera colgaba sobre el abismo, una maravilla colgante y una cárcel sin escapatoria. Ciñó el hacha porque era lo que tenía que hacer y la alzó ante el rey, desafiante en su derrota.
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Teatro de sombras
FantasyEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...