47. La balada de Belone (II)

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La puerta al cuarto de las armaduras cedió más pronto que la del arsenal, dejando a la vista muchas cajas selladas y algunas corazas incompletas vestidas en perchas. Inquira avanzó hasta el centro de la sala e interrogó a Ileo con la mirada, quien se apresuró a señalar uno de los arcones. Inquira gruñó y se aplicó de nuevo con su palanca improvisada.

—Antes, dama Inquira, habló de que ha peleado fuera de entrenamiento. Su condición de Inquira y mujer, combate cuerpo a cuerpo... Quizá sea una locura pero, ¿Abandonó usted su casa?

—Más o menos.

—¿Más o menos?

Inquira soltó un gruñido molesto. No era su tema favorito.

—Me fui cuando le pegaron fuego a la casa.

—¿Fuego?, ¿Pero...? ¿Podría contarme la historia completa...?

Las palabras del bardo quedaron interrumpidas por el estruendo de la madera al ceder. Belone hundió las manos entre la paja mojada y sacó un peto de acero de buen tamaño, oxidado y abollado, pero aún imponente.

—¿Es esta la armadura?

—Si, definitivamente. Su arnés es tal como ese, sin duda.

—Bien. Vamos.

Belone regresó a la armería seguida por el inquieto bardo. Volvió a sentarse junto a la caja a medio abrir, dejó el peto a un lado y se volvió hacia Ileo, recostándose sobre el cajón.

—Es... una historia larga —dijo al fin. Ileo asintió en silencio, expectante—. Una que vale varias preguntas.

—Está bien, es justo, pero las responderé cuando usted haya respondido las mías. Al fin y al cabo, ha sido muy esquiva en sus respuestas, no podría estar seguro de otro modo.

—Tienes tu punto. Vale, yo hablo y tú contestas al final, pero entonces quiero subir a la apuesta tu lanza.

—Pero, dama Inquira, mi lanza no tiene nada que ver con esto...

—Oh, tiene, tiene. Pienso entrar al templo, y si el camino pasa por encima de Vintex...

—Vindex.

—...Vindex, pues pasaré por encima de él. Y aquí detrás —acompañó las palabras con un par de palmadas al cajón—, tengo cabezas para hacerle un buen agujero, pero sigo necesitando un asta. Un asta como la de tu lanza.

—Pero...

—Todos ganamos, al final. —Belone ensayó su sonrisa más encantadora, que seguía resultando siniestra—. Tú también querías entrar allí ¿No? Pues alegra esa cara, yo te abriré camino.

Ileo miró hacia atrás, hacia el templo, durante un largo momento, calibrando, decidiendo. Al fin, suspiró y cedió, con aspecto apesadumbrado.

—Sea pues. Mi lanza es tuya. ¿Podré al menos conservar la moharra? —preguntó suplicante.

—Toda tuya, solo quiero la vara— lo tranquilizó Inquira.

—Tenemos un trato, entonces —Ileo volvió a su asiento y removió la tinta con la pluma, listo para retomar la escritura—. Si es tan amable.

—Vale, a ver, por dónde empiezo. Bueno, pues érase que se era una cría peleona. Su abuelo le enseñó a pelear, por lo menos hasta que Egisto fue mayor, y luego siguió sola.

—¿Egisto?

—Mi hermanito. Un chico listo y obediente, pero demasiado amable. Nunca logró aprender ni media cosa sobre armas, las detestaba, le daban pavor.

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