Parte II: El reino vacio

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12. La Hermandad de la Estrella

Justo Severo, teniente de cazadores de la Hermandad de la Estrella observaba la plaza con atención, arco en mano, desde lo alto de la puerta Merídia. Las almenas ofrecían una vista magnifica de cierta terraza en que un grupo de soldados y mercenarios se disponían a partir hacia tierra de nadie. 

Hubo una discusión y uno de los soldados se levantó espada en mano, mientras otro tiraba de la cuerda de su arco. Justo centró su atención en el hombre levantado y la cuerda de su arco vibró por la tensión. Luego el mercenario volvió a tomar asiento y Justo bajó el arco. Asintió con silenciosa aprobación mientras el tutor Sirio hacía lo propio.

Él había entrenado a aquel chico. También era cierto que cuando llegó a los cazadores ya era el mejor arquero que había visto, pero Justo lo depuró hasta convertirlo en un auténtico maestro. El comandante Marco no tendría motivo de queja por ese lado.

Un rato más de discusión y el grupo se separó. Justo se desplazó un poco para abarcar la plaza entera. Lo difícil empezaba ahora. Había que asegurarse de que no había deserciones ni ningún mercenario atacaba al comandante, al menos no sin que una flecha abandonase su cuerda.

—Teniente

Justo no necesitó volverse para reconocer a Sirio. Saludó a su antiguo pupilo con la cabeza. Todo el entrenamiento de los Lémures en subterfugio, asesinato y guerra mediante terror no habían logrado borrar aquel tonillo lastimero y dudoso, como si su interlocutor pidiera permiso para existir con cada oración. Que estuviera hablándole ya era un gran logro. Había pasado los tres primeros meses de instrucción callado de puro miedo.

—¿Algún problema?

—Algunos de los mercenarios están algo nerviosos. Uno de ellos se apuntó anoche tras matar al jefe del resto.

—¿El exaltado?

—No. El delgado de la lanza.

—Vaya. —Dirigió una mirada curiosa al lancero, flacucho y desgarbado—. Vaya. ¿Tarea de vigilancia?

—El comandante quería que me viesen subir, para que se estén tranquilos.

Justo asintió en silencio sin desviar la vista de la plaza. Era una buena jugada. Allí abajo no tenían porque saber que tres arcos vigilaban cada uno de sus movimientos, pero les iría bien saber de la existencia de al menos uno de ellos. Así no pensarían en hacer tonterías.

Sirio sacó unas cuantas flechas de la aljaba y se apoyó en el parapeto de la muralla, con una flecha bien visible en la cuerda.

—¿Teniente?

—¿Si?

Sirio dudo unos segundos, intranquilo, debatiéndose entre la lealtad ciega y la abrumadora duda hasta que finalmente la segunda le ganó la mano a la primera.

—Es que... siete hombres para un viaje tan largo... a tierra de nadie, nada menos. No vamos a volver, ¿verdad?

Justo reflexionó unos momentos mirando el rostro aterrado del que fuera su subordinado. Decidió que mentir no tenía ningún sentido, de modo que contesto al chico como mejor pudo.

—No. Y aun así creo que el planteamiento del comandante Marco es el correcto. Lo único que logrará la expedición del este serán un montón de bajas. Esto es trabajo para un grupo pequeño.

—¿Expedición del este?

—Son hasta diez llaves. Ahora mismo una obra en nuestra posesión, pero cuatro de ellas están en la zona de Toprak. Un solo grupo tardaría años en ir y volver. Además de vuestra salida hacia Nyx otro gran grupo saldrá hacia Toprak.

—¿Cree... usted cree en todo eso de las llaves y la Luna, teniente? —Su voz volvía a sonar titubeante—. Quiero decir, el rey lo cree y esa sacerdotisa, la Damaluna, dijo que era así y están las llaves y todo, y parecen mágicas, pero ¿la Luna, señor? ¿Cuentos de viejas y monjes...?

Justo desvió la atención un segundo hacía Sirio, clavando en él una mirada cargada de significado. Tenía unos ojos marrones de lo más vulgar pero la forma en que miraba hacia que cualquier soldado quedase congelado al momento.

—Lo que yo crea no importa, tutor. Es un soldado, y como tal obedecerá sus órdenes o será juzgado por traición.

Sirio asintió silencioso, el miedo a haberse insubordinado plasmado en sus ojos. Justo lo observó de reojo. Apenas se llevaban diez años, pero estar junto a Sirio le hacía sentir viejo.

—Lo lamento, señor. No se repetirá, señor.

Justo asintió despacio, sin mirar a su pupilo y devolvió la totalidad de su atención a la plaza, dando por concluido el asunto.


Habían pasado cuatro mañanas desde la puerta Merídia, cuatro días desde aquella conversación, cuatro días de viaje a través de la estepa abrasada y el polvo, pero no fue hasta el Paso que  Justo se acordó del joven Sirio. Abandonó el mundo de los recuerdos al recibir un educado aviso de su segundo.

—Festo y Rufo han vuelto. No hay rastro de varegos en las inmediaciones, pero Rufo está convencido de que ya saben que estamos aquí.

—Bien. Informa al comandante Martino de las novedades. Exagera un poco con lo de los varegos, es mejor que los soldados estén alerta.

Sergio realizo un breve saludo y partió con las nuevas hacia el campamento a los pies de la loma. Justo permaneció en lo alto de la colina unos momentos más, observando el paisaje desolado, tan distinto de sus amados bosques. El viento corría cálido sobre la elevación, levantando polvo y arena en nubes de tierra, formas inciertas que se alzaban y caían en una danza inconexa frente a las torcidas cimas de las montañas de la Muralla, velando el acceso al Paso Estrecho.

Sonrió para sí. El reino de Nyx estaba a tres días de marchas forzadas, y Justo conocía sus bosques y montañas lo suficiente como para perderse de tal forma que el mundo no volviese a tener noticia de él. Paladeó la idea un momento. Robar un caballo, acelerar hasta la frontera y desaparecer. Podía hacerlo, sin problemas, fácil.

Suspiró con resignación y bajó a preparase para el inminente cruce del Paso.

Por el camino maldijo su sentido del deber.


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