5. Pandemónium

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Sila no necesitaba apearse para ver. Oía a su espalda el castañeo de los dientes de Bruto, y Fidel tragó saliva a su derecha, ruidosamente. Quizá eran sus oídos los que estaban demasiado atentos, escuchando hasta el mínimo sonido.

El coloso estaba derrumbado en silencio. Nada en él hacía pensar que siguiese vivo, y aun así, solo por estar en su presencia sentía el irrefrenable impulso de huir, de esconderse. Se había derrumbado, abatido, sobre una de las blancas casas, y su cabeza atravesaba la pared, desapareciendo en el interior de la vivienda. Los brazos colgaban inertes al lado del cuerpo, gruesos como columnas, y las piernas desmadejadas cruzaban la calle de lado a lado, de tal modo que una de ellas había entrado a la fuerza en la casa a su espalda, abriendo un agujero en la fachada acorde a su tamaño.

Todo el cuerpo parecía quemado, veteado y reseco como la corteza de un árbol, del color rojo de la carne al secarse. Quizá fuese porque la cabeza no estaba a la vista, quizá fuese solo un truco del viento entre las calles abandonadas, pero la criatura parecía dormida, no muerta. Su cuerpo parecía contener todavia alguna clase de latido, una respiración apagada.

Ni siquiera el impasible Marco pudo evitar que le temblara la voz.

—Media vuelta. Buscaremos otro camino y luego retomaremos la calle principal.

—¿Qué cojones es eso? —Bruto gimoteó aterrado a su espalda. Sila había visto al grandullón matar a un hombre con sus manos, comer bajo una lluvia de flechas, jurar como un condenado y fanfarronear rojo de ebriedad. Ruidoso era la palabra para Bruto, no gemebundo.

—Media vuelta, he dicho.

—Señor... —Al arquero, por otro lado, sí le sentaba bien el tono suplicante—. ¿Es eso un... demonio?

Colosos envueltos en llamas, sus rugidos resonando como cuernos de guerra mientras arrasaban la civilización poseídos por una ira ciega e irrefrenable. Sí, definitivamente el gigante de la calle era materia de leyendas. Sila sonrió para sí, encontrando un punto de humor en su ánimo sombrío.

Bruto se había apeado también del caballo y discutía con el comandante a voces, pero no eran  sus voceos confiados de siempre, sino quejidos desesperados. El comandante trataba de deshacerse de ellos, de hacer que volviesen a los caballos, pero ni el muchacho ni el mercenario podían ver las cosas con tranquilidad. A su lado, Fidel observaba la escena en silencio, las manos cerradas en torno a sus armas. Solo el chico del comandante permanecía igual de frío que siempre. Estaba dando un paso al frente para unirse a la discusión cuando un chasquido metálico levantó ecos en las paredes.

A Sila se le congeló la sonrisa en la cara. Seis rostros se volvieron como uno solo hacia el lancero, quien estaba comprobando la punta de su partesana con aire distraído.

—Muy duro —musitó entre dientes—. Si por aquí hay uno vivo, estamos muy muertos.

Bruto levantó al muchacho por el cuello, los dientes apretados en una mueca de pura ira. Las palabras se trababan en su garganta, como el borboteo del vapor en una olla cerrada, hasta que consiguió formular algo parecido a una frase.

—Pero... ¿Tu estás...? ¿Qué estás...? Maldito loco hijo de...

—Basta. —El comandante agarró por el brazo a Bruto. Había una fría determinación en su mirada adusta.

—Bah.

Bruto arrojó al chico, que aterrizó sobre los pies, listo para contraatacar. El mercenario decidió ignorarlo y avanzó hacia su caballo, dándoles la espalda de forma deliberada.

—Me largo —rugió por encima del hombro—. Nadie dijo nada de demonios. Esto no vale la pena.

"A buenas horas", pensó Sila." Si me hubieras hecho caso desde el principio no habríamos llegado a esto. Ahora ya no hay vuelta atrás, amigo mío. El camino de vuelta está cerrado".

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora