Parte III: El imperio de los demonios

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23. La reina de los lobos



Como un mayordomo siniestro, la quimera se sentó a un lado de la puerta, invitándolos a entrar. Marco levantó la vista y miró con ojo crítico la destrozada basílica, desfigurada por el paso del tiempo. Las paredes antaño oscuras presentaban ya poco más que esquirlas quebradizas de aquellos frescos de los astros y la oscuridad que un día las cubrieron, pero las estatuas de lobos todavía los observaban desde los laterales del entrador, relativamente incólumes.

—Vamos. La reina os espera. —La voz de Sila le sentaba bien a aquella bestia. Una voz de perro.

Marco se cruzó de brazos despacio y clavó la mirada en aquel animal parlante. Tener que oírle hablar con la voz de un traidor muerto no era algo que alegrara su ánimo.

—¿Qué ocurre si nos negamos?

Un coro de gruñidos se elevó de la manada rodeándolos. El mayordomo se acercó a ellos con paso lento y deliberado, se sentó en el suelo y devolvió la mirada al comandante. Una sonrisa cargada de presagios se dibujó en su rostro.

—¿De verdad quieres saberlo?

Las bravatas del monstruo fueron coreadas por los aullidos y jaleos de sus bulliciosos compañeros. Marco calculó sus posibilidades. Lo mirase como lo mirase, aquello pintaba mal. Mejor seguirles la corriente un rato.

—Bien, entraremos

—¿Y si ahora no quiero que entréis?

El resto de endriagos corearon a su representante y poco a poco el cerco se fue cerrando en torno a ellos. Tácito desenvainó rápido como el pensamiento y la lanza de Inquira bailaba de una fiera a otra manteniéndolas a raya. Marco se lamió los labios despacio, poco dispuesto a que los nervios se impusieran a su frialdad. Dio un paso al frente y el endriago erizó el lomo mientras un gruñido gutural y primario escapaba de entre sus fauces. Marco le dedicó un segundo y luego dio otro paso. La bestia abrió las fauces, agudas como punzones y se arrojó sobre el comandante, pero una voz de alto lo detuvo en medio del aire y la criatura cayó al suelo tropezando con sus propias patas.

Con un susurro de seda una figura apareció en el umbral de la basílica, humana, si uno ignoraba su estatura, al menos tres veces la del propio Marco, y sin lugar a duda femenina. Llevaba sobre el cuerpo una túnica al modo nycto, oscura y ligera, y una piel de lobo que le cubría los hombros y el rostro, de modo que solo la parte inferior del mismo era visible bajo la cabeza desollada del animal.

—¿Es esta la hospitalidad nycta de que tanto os jactais, Casca? —La titánide habló con voz sonora y firme, y el círculo de engendros comenzó a temblar y retroceder.

—No, mi señora

—Bien entonces. Seguidme, mis apreciados invitados

La dama los invitó con un gesto de la mano a seguirla y ella misma traspaso el umbral abriendo el paso. Marco fue tras ella y el resto de sus acompañantes le siguieron, observados en todo momento por las miradas de odio mal contenido de los endriagos.

La dama se volvió un segundo a comprobar que la seguían y luego siguió adelante con amplias zancadas, conduciéndolos por los pasillos de piedra en ruinas, abandonados a merced de los elementos y la naturaleza invasora, que cubría de verde y sombras bailarinas los amplios corredores.

—Deberéis disculparles, mis señores, pues temo que el paso del tiempo no ha sino empeorado sus brutales instintos. Con cada alba son más bestias que personas. Y no queráis imaginar lo difícil que les es masticar con esos dientes como cuchillas.

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