Parte IV: De dioses y bestias

59 15 48
                                    


34. Estelas

Sedas de Toprak desvaídas y rasgadas colgaban de las bordas del Yildirim, fantasmas danzantes de un tiempo pasado cuyo rastro se sumergía en las calmas aguas del gran lago, hilos tendidos a cualquier pez que morase aquellas aguas. Y aquel día uno picó.

Aferrándose a los quebradizos jirones, recogió más y más tela según aquella se deshacía entre sus dedos, hasta alcanzar el lateral de la nao. Trepó por las viejas cuadernas, hundiendo su daga en la madera para sostenerse, aferrándose a la seda, escalando con ella hasta que los colgajos cedieron a la presión. A punto estuvo de volver al agua, pero su instinto, sus reflejos, eran los de una bestia. Cambió todo el peso en un momento a la mano de la daga y abrió las piernas frenando la caída.

Durante un largo segundo, permaneció agazapado sobre el costado del buque, mientras la daga resbalaba poco a poco, saliendo de la herida que había dejado en los tablones. Luego se balanceó con un salto corto hasta un pequeño resalte bajo una portilla.

La frágil madera, húmeda y podrida, comenzó a ceder bajo su agarre, mientras oía su daga caer a las aguas del lago y desaparecer con una pequeña salpicadura. Hundió los dedos en el maderamen, aprovechando el espacio entre las cuadernas, destrozándose las manos con las astillas y el frio, hasta lograr alcanzar la borda, trepar por el pasamanos y dejarse caer en cubierta, agotado y aterido. Solo entonces se permitió Justo Severo mirar a su alrededor.

Un barco de semejante calibre era impensable en Nyx, donde el máximo caudal de agua que uno podía llegar a navegar lo constituían los remansos del Ker, el mayor río del reino. Tumbado sobre las tablas, detuvo un segundo toda consideración para obligar a su cansada mente a hacer un repaso de su situación.

No había ni rastro de Hiem o Festo. Con suerte ellos habrían logrado también abordar la nave, pero eso sería mucha suerte. Había perdido su arco en las aguas, y su daga había ido a reunirse con él hacía apenas unos segundos, de modo que estaba desarmado. Tenía frío, notaba cada musculo adormilado y el pecho dolorido, quizá por culpa de toda el agua que había tragado. Manos y pies estaban destrozadas por las astillas tras la escalada, sus oídos taponados, la vista cansada, su mente nublada y la piel empapada en mitad de la niebla, sin posibilidad de secarse en aquel ambiente húmedo y hostil. Cualquier alimento que llevase encima podía darse por estropeado, había perdido sus botas y su capa en el lago, el precio de la supervivencia, por no hablar de la capellina y varias bolsas con medicinas y provisiones. Pero seguía vivo, contra todo pronóstico.

Ahora debía entrar en calor, debía conseguir un arma. Trató de incorporarse, pero sus temblorosas piernas le traicionaron y fue de cabeza al suelo. Allí quedó tendido, gruñendo de impotencia y pena, incapaz de dar un paso. Cerró los ojos y dejó que un sueño parecido a la inconsciencia hiciese presa en él.

Necesitaba dormir. Era lo único que podía hacer.

Despertó bruscamente al poco, respirando con desesperación, como un pez fuera del agua. Giró hasta tumbarse boca arriba y lloró en silencio, lágrimas amargas y desesperadas. Incluso el sueño le era negado. Sin mover un musculo observó las pálidas y familiares siluetas surgir de la niebla. Guerreros sen sosteniendo su cabeza en brazos, ebridas con flechas en lugar de ojos, hombres sujetando sus tripas, enroscadas en torno a su cuello como la soga de un verdugo, mujeres abrazadas a sus criaturas. Fantasmas mudos de su culpa, leales compañeros de sus noches de insomnio. En la obnubilación del despertar, buscó el tacto cálido y reconfortante de Hiem, solo para recordar que la varega debía descansar con los peces, su calidez tornada en el helado tacto de la muerte. Con dolorosa lentitud se cubrió los ojos con las desgarradas manos, llorando sin poder contenerse, rechinando los dientes de terror y pena. Luego volvió a caer dormido. Pero no por mucho tiempo. Nunca por mucho tiempo.

Tras despertar quince veces de su sueño ajetreado se sintió al fin con las fuerzas para, si no levantarse, al menos sentarse y comenzar a pensar. Los espectros de su culpa se volvían más y más intangibles a medida que su mente se aclaraba, empezando a funcionar con aquella frialdad rabiosa que tan familiar era ya al líder de los Lémures.

Oteó sus alrededores despacio, valorando su situación. La niebla apenas había escampado y todavía pesaba sobre la cubierta como una mortaja impoluta, pero a través de su pesado manto Justo podía comenzar a distinguir los perfiles sesgados de la embarcación. Frente a él un mástil, mayor que ninguno que hubiese contemplado, se adivinaba recortado contra el cielo, con una vela igual de inmensa, raída y flameante, retumbando en su apagado aleteo como un ave gigantesca. A su diestra lograba distinguir alguna especie de camarote exterior, grande como una finca, entrevisto entre el lento baile de los jirones. Una última sombra se dejaba entrever entre los visillos de la neblina. Parecía una carpa de algún tipo, tan magnifica en tamaño como el resto del navío.

Sobre aquella caseta recayó la atención de Justo más que sobre ningún otro detalle. Las telas encarnadas brillaban con el fuego de sus entrañas, una luz dorada apagada, pero palpitante, viva. Alguien o algo estaba allí dentro, alguien o algo lo suficiente inteligente como para encender un fuego. Quizá se tratase de Hiem o Festo. O quizá solo fuese otro engendro de aquella tierra abandonada.

Desciñó el talabarte con decisión y probó su resistencia, tensándolo entre ambas manos. Siempre había preferido tener la iniciativa, contar con la ventaja de la sorpresa. Dudaba de la eficacia de aquella arma improvisada ante cualquier monstruo, pero era cuanto tenía y prefería vender cara su vida, luchando con la ventaja, a languidecer en las sombras del bajel esperando aterrado a su verdugo.

Se levantó con decisión y dejó que la niebla le tragase. El rey de los fantasmas volvía a su eterna cacería. 

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora