2. La puerta Meridia

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La noche dejó paso al alba y las calles de Clípea comenzaron a llenarse paulatinamente de vida y bullicio, a medida que el sol se alejaba de la capital y el mundo comenzaba a poder moverse otra vez. Se abrieron las tiendas y los toldos se levantaron por doquier cubriendo a comerciantes y paseantes de los rayos del lejano astro. En las cantinas las ventanas y las puertas se abrieron, aireando las salas cargadas de los hedores de la ebriedad humana.

En un cuartucho, en las bodegas de la taberna El Escudo Roto, Inquira se levantó del duro jergón de un salto. La emoción bullía en sus venas como la vida en las calles. Apartó los tablones que cegaban las rendijas al exterior del sótano, único punto de contacto entre este y la calle, y dejó que la luz del sol iluminase una parte de la estancia. Bostezó, ligeramente presa del aturdimiento matutino, y se plantó ante el espejo, una gran lamina de cobre; los brazos en jarras y la mirada inquisitiva.

Observó con atención su cuerpo flacucho y desgarbado, resultado de comer poco y dedicar demasiadas noches a la lanza. Tiró con aire pensativo de un mechón de su corta melena. Algo tendría que hacer con ella: le había servido bien mientras había sido una sirvienta, pero ahora iba a ser un guerrero y debía aparentarlo. Subió a la cocina y tomó un cuchillo, el más afilado de la posada. Empezaba a haber gente en el comedor, pero nadie le prestó atención.

Una camarera flaca y feúcha bajó al sótano de nuevo y cinco minutos después salió de la misma portezuela un soldado con sus armas, de porte feroz. Intercambió una rápida mirada con el posadero, quien suspiró antes de realizar una ligera reverencia, una sutil despedida. Inquira se la devolvió, tomo la puerta trasera y se marchó hacia la puerta Meridia, sacudiéndose el corto cabello con fuerza, poniendo fin en cuestión de segundos a diez años de su vida.



En otra parte de la ciudad, el mercenario Fidel, veterano de la Hermandad de la Estrella alborotaba los cabellos de su hija pequeña, adormilada en los brazos de su madre.

—Volveré pronto. Y traeré aún más dinero.

—Ten cuidado, querido. No me gusta la pinta de este asunto.

—No te preocupes. Ya verás como estaré de vuelta antes de que os deis cuenta. Y podremos comprar una casa en condiciones y viviremos como reyes.

Vio en el rostro de su esposa la misma desconfianza y preocupación que pesaban en su propio ánimo, pero había empeñado su palabra e incluso cobrado por adelantado. Ya no podía echarse atrás. Besó a su hija en la frente y después a su esposa, y se marchó calle abajo, cargado con los útiles de su oficio. Su hija le despidió agitando suavemente la manita hasta que se perdió entre la muchedumbre.


Sila despertó en el cuarto de una posada, echado desnudo sobre la cama. Tardó unos segundos en cobrar plena consciencia de dónde y con quién estaba, y luego se levantó, silencioso como un gato y comenzó a vestirse. Tenía la boca seca, el cuerpo cansado y se sentía de un humor de perros. Salió al comedor y propinó un golpe en la cabeza a Bruto, dormido sobre una mesa, con la jarra aún sostenida en la mano. 

El gigantón se levantó aturdido, murmurando sinsentidos entre dientes. Gimió cuando Sila abrió la puerta exterior y el sol lo cegó por unos segundos, hiriendo sus doloridos ojos. Después se incorporó lentamente, recogió sus cosas y acompañó fuera a su camarada, renegando contra el mundo en general y el Sol en particular.


Junto a la puerta Meridia, Marco Ofiskias esperaba pacientemente sentado bajo un parasol. Tácito estaba a su espalda como una sombra y el tutor Sirio paseaba arriba y abajo, presa del nerviosismo, comprobando y volviendo a comprobar sus cosas.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora