11. Nyx

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Aquellas capas que no estaban empapadas ardieron. Parte de las flechas ardieron. Mantas, retales varios, tiras de cuero, todo aquello que fuera susceptible de prender, de dar luz y calor, ardió en el suelo de la caverna para paulatino alivio de los helados peregrinos, abrazados a sí mismos y temblorosos, tendiendo las manos con aterida ansia hacia el calor de las llamas.

El agotamiento empezaba a hacer presa en ellos y el sueño los reclamaba, pero aun no podían dormirse, todavía no, no helados como estaban.

El calor del fuego fue disipando la oscuridad y el frio. El miedo aún tardaría en marcharse.

Marco miró a su maltrecha comitiva, temblorosos y derrengados, pero todavía desafiantes. Se sentía orgulloso de cada uno de ellos. Habían estado a la altura.

Una idea cruzó fugaz por su mente y el anciano comandante rebuscó entre sus ropas con manos torpes hasta dar con la bolsita de piel.

—Inquira

Su cansada garganta apenas había dejado escapar más que un suspiro, pero el muchacho se volvió hacia él. Aun aturdido como estaba, logró atrapar el disco que el comandante le lanzó, si bien por poco. El lancero miró el disco con plena atención , acariciando la superficie pulida con algo parecido al aprecio. Le cruzaba el rostro una sonrisa melancólica y sus temblores iban disminuyendo.

Marco dejó al lancero ensimismado con la llave y se acercó despacio, cojeando de cansancio y frío, hasta sentarse junto a Sirio.

El muchacho parecía estar bien para los golpes que había recibido, pero solo a nivel físico. Su mente era harina de otro costal, y Marco no quería ni pensar qué clase de infierno debía esconderse tras aquella mirada vidriosa. Con delicada firmeza, abrió uno de los puños del chico y colocó el otro disco en sus manos, cerrándoselas después.

Despacio, el arquero cerró ambos puños sobre la piedra. El cuerpecillo, pequeño y empapado empezó a sacudirse presa de la tristeza. Sirio volvió el rostro hacia su comandante.

—No he podido hacer nada, señor. ¡Nada...!

La mirada de Sirio ardía de rabia y vergüenza, mientras las lágrimas resbalaban silenciosas por sus mejillas. Marco le dio un par de palmadas en el hombro. No había nada que pudiera decir. La impotencia era algo bueno, dadas las circunstancias. Al menos el chico no se había rendido.

Intercambió una rápida mirada con Tácito, que le respondió con una sonrisa cansada.

Inquira atacó una vieja canción de despedida, y los compases graves y melancólicos resonaron en el túnel. El comandante temía por la reacción de Sirio, pero el chico se sumó a la canción.

La voz se le quebraba y la pena la volvía aún más aguda, pero había fuerza y sentimiento en cada palabra y la montaña resonaba con su dolor. Tácito se unió aportando su voz clara y melódica al dueto agudo y opaco, y momentos después el propio comandante, con tono sonoro y entrecortado, completó el peor cuarteto vocal que Nyx hubiese oído en mucho tiempo, la última despedida al valeroso Fidel.


Los días se sucedieron en la oscuridad. Los caminos que hollaban eran mucho menos húmedos y mucho más oscuros que aquellos que habían dejado atrás, pero esta vez llevaba antorchas improvisadas con restos de madera y soportes de las paredes. Al tercer día el camino se inclinó en una suave pendiente descendiente y antes de acabar la jornada, ya podían distinguir la luz al final del túnel.

Hicieron noche allí mismo, con la promesa de la luz a lo lejos, para estar frescos para lo que deparase el exterior, pero por lo que el vigilante Marco apreció, prácticamente ninguno de ellos logró conciliar el sueño.

Cuando la luz del exterior disminuyó, el comandante despertó a su compañía y cada uno empezó a armarse para el día venidero. Las espadas fueron limpiadas y los cuchillos engrasados hasta que podían saltar de su funda con un veloz susurro. Marco dio al joven arquero un segundo arco, que cargaba en previsión de circunstancias desafortunadas. No era ni la mitad de bueno que el que se había perdido en el lago y apenas les quedaban flechas, pero tendría que servir.

El otro gran problema empezaban a ser las provisiones. Ya solo restaban pedazos de pan de campaña, duro como una piedra y casi igual de nutritivo, y algunos trozos de carne salada que empezaban a desarrollar vida propia.

Marco esperaba que pudieses encontrar comida en Nyx o el viaje terminaría sin necesidad de intervención de ningún monstruo más.

Emprendieron la marcha camino abajo, con los pies ligeros ante la esperanza de abandonar aquellas malditas montañas y cruzaron el umbral de piedra con desesperación mal contenida.

Lo primero que vio el comandante Marco Ofiskias del imperio de Nyx fue la luz cegadora del sol, ardiente y blanca, dolorosa, hasta el punto que creyó haber quedado ciego. Y luego, entre las lágrimas de dolor, el imperio de Nyx.

La salida de la cueva estaba en la falda de la montaña y la perspectiva que alcanzaban a ver desde tan privilegiada posición era abrumadora. El imperio se extendía a través de las feraces llanuras, doradas y pardas, salpicadas del verde de los bosques aquí y allá. Las ciudades eran pequeños puntos blanquecinos, brillantes y dispersos, unidas entre sí por los serpenteantes caminos, como venas blancas sobre la tierra. El aire olía a tierra quemada, a vegetación y polvo, y soplaba alrededor del grupo con una cálida brisa reconfortante.

Y el silencio. El silencio de la Vasta Soledad era el de un sepulcro, el de las montañas un eco constante, tranquilo. El silencio del imperio estaba vivo, cargado con los trinos de los pájaros, el silbido del viento en la hierba, balidos lejanos de cabras, el susurro de las hojas de las arboles y el crujir de la tierra pisada. El imperio había caído tiempo atrás, pero la vida seguía.

Marco extendió el mapa ante sí. Al menos tres ciudades y muchos kilómetros se interponían entre ellos y la capital. Ahora empezaba a echar de menos a los caballos.

Descendieron por el camino de tierra hasta el valle, donde tomaron la vía empedrada a la salida de un pequeño pueblo abandonado. De algún modo, aquellas pequeñas casas vacías de piedra, con su techado hundido y sus puertas abiertas y rotas, resultaban más bucólicas que aterradoras, como si el abandono hubiese sido voluntario y temporal, ocupadas por la naturaleza cuando sus dueños se marcharon.

El camino blanco salía del pueblo cruzando un bosquecillo, por lo que los jóvenes árboles proporcionaban una agradable sombra a los caminantes, entreverada con la luz del sol, y discurría en torno a una pequeña capilla circular, rodeada por estatuas de estrellas, hombres ceñudos vestidos con togas ondeantes y una antorcha en una de sus manos. Se detuvieron a la sombra del templete para comer algo y observar los alrededores, por si alguno de los árboles fuese un frutal. Sirio se arrodilló junto al templete y rezó en silencio, mientras Marco apoyaba la espalda contra la base de una de las estatuas, agradecido por el descanso y la frialdad del mármol. Tácito volvió poco después con alguna fruta parecida a una manzana, que el arquero reconoció como comestible. Era crujiente y jugosa, pero el sabor dejaba mucho que desear.

Inquira tardó algo más en volver y lo hizo de espaldas, lanza en ristre.

El resto se levantaron de inmediato, echando mano a las armas.

Por el camino, paseando con indolencia, una de las bestias de Calvaria se acercaba al templete. Se detuvó a mitad de camino y se sentó, sonriendo con suficiencia, y no tardaron mucho en escuchar al resto de la manada surgir de la espesura, rodeándolos con paso calculadamente descuidado, como si encontrar allí a los caminantes hubiese sido una agradable coincidencia.

En cuanto se hubo asegurado de que captaban el mensaje, el del centro del camino se levantó y les dio la espalda. Avanzó un par de pasos antes de volver la cabeza y con tono educado les rogó:

—Síganme, caballeros.

Luego reanudó la marcha caminando tranquilamente. Marco primero y luego el resto comenzaron a seguir a la bestia, rodeados por decenas de sus congéneres. La voz de la criatura había sido la de Sila.


Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora