18. La guerra de los espectros (II)

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El bramido resonó a lo ancho y largo del bosque de columnas. Los danzarines lo oyeron y algunos cayeron abatidos al distraerse. Los soldados nyctos lo oyeron y el miedo y la duda nublaron sus mentes durante un segundo. Y los Lémures lo oyeron, esperando en silencio en las sombras, y supieron que era su señal.

Hiem se hundió de cabeza en la batalla, hacha en mano, buscando a aquellos tenientes que siguiesen vivos para informarlos de las nuevas órdenes. Justo trepó a un carro frente al templo, se llevó el cuerno de Martino a los labios, y lo hizo resonar sobre el tumulto. Dos notas largas, tonantes, que a duras penas se impusieron al estruendo del combate, pero cada oído en la plaza esperaba oírlas desde el mismo momento en que pisó el suelo del Akkapi.

La retaguardia empezó a retroceder despacio y en orden, y todo fue bien durante un par de minutos, hasta que la vanguardia comenzó a dejar salir toda la urgencia y desesperación que llevaban dentro. A partir de aquel momento la retirada se convirtió en una desbandada.

Cientos de soldados murieron al tropezar y ser atropellados, apuñalados por la espalda por los enemigos que combatían segundos antes o por sus propios y desesperados compañeros, pero irónicamente también muchos de los danzarines cayeron presa de la estampida.

Su flexible constitución de tela, ideal para moverse de manera ágil y precisa, no estaba preparada para soportar semejante marejada de pánico desbocado. Las hermosas túnicas caían al suelo pisoteadas, las mangas bordadas perdían las dagas cuando los soldados caían sobre ellos o los apartaban por las bravas, las delicadas mascaras sucumbían astilladas al ímpetu frenético de la huida.

Algunos, más alejados del combate, trataron de dar caza a Justo, pero el caos los absorbió, y para cuando los vomitó, deshilachados y maltrechos, ya no había rastro del Lémur.

Los primeros en encontrar al teniente de Lémures fueron un grupo de veteranos de Martino, acechando en un callejón mientras se vendaban las heridas.

Su tutor, un hombre de tamaño considerable, empujó a Justo contra una pared y le rugió a la cara, escupiendo de rabia.

—¡¿Qué coño haces hijo de perra?!

—Órdenes del comandante. Toco a retirada.

—¡¿Retirada?! ¡Lo que has hecho es propagar el caos! ¡Van a morir cientos de soldados!

Justo clavó sus ojos en los del hombre y el forzudo titubeó azorado. Soltó a Justo y el teniente se recompuso las ropas con dignidad.

—Mejor cientos que todos. Si quiere hacer algo útil, tutor, intente poner algo de orden en ese caos. La batalla de Akkapi ha terminado.

Cada palabra salió de los labios de Justo con una dicción lenta y seca, destilando veneno, y tras un largo vistazo a la tropa, todos y cada uno de aquellos hombres se cuadraron, temblorosos. Todos conocían a Justo Severo y lo que había hecho, una y otra vez, a los enemigos de Nyx. Uno de aquellos leales logró reunir el valor para hacer la pregunta que todos temían.

—¿El...El comandante...?

—Martino ha caído en el cumplimiento del deber. Honren su sacrificio y hagan algo útil con esas vidas que aún conservan.

Los veteranos se miraron y uno a uno se fueron marchando hacia la plaza, primero despacio y luego a toda prisa, rugiendo órdenes a la confundida muchedumbre, intentando poner orden en aquella marabunta.

Justo se apoyó en el muro de una casa y suspiró aliviado. Había ido de poco. El teniente de los Lémures no era un hombre muy fuerte, físicamente hablando, cualquiera de aquellos soldados podría haberlo convertido en pulpa. Tomó aire y lo soltó despacio. No sabía cuánto tiempo podría ganarles Rufo antes de dirigirse el también hacia la salida, pero había que darse prisa. Echó un vistazo rápido a la cada vez más despejada plaza y se sumó a la retirada, moviéndose rápido y silencioso por las sombras que el funesto Sol creaba sobre la ciudad.

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