Habían llegado a la ciudad aquella misma mañana. Yenisehir, joya del viejo reino, el corazón mismo de Toprak, resultaba una vista impresionante bajo la tenue luz del alba, recortada sobre la ladera del monte por el cual trepaba como una esplendorosa enredadera, una sucesión de círculos amurallados de piedra roja y blanca. Desde los superiores se elevaban altos minaretes, espigas doradas bajo el azul del cielo, y en lo más alto de la ciudad, un hermosísimo palacio fabricado sobre arquerías, puentes y torres dominaba la vista, reluciente e intricado como la obra del platero más habilidoso que existir pudiera. Pero aquella hermosa fachada ocultaba el mismo siniestro interior que Akkapi en el norte.
Espectros vagabundos marchaban por sus calles, vigilantes, como condenados a una guardia eterna. Los había para todos los gustos, grandes y pequeños, animalescos, grotescos, monstruosos o casi normales, pero todos vestían aún, en la medida de las posibilidades de cada uno, las armaduras oxidadas del antiguo reino.
Viejos soldados, les había dicho la inmortal, los hombres que se levantaron contra su rey, condenados a no hallar descanso.
Aquellas palabras rondaban la mente de Hiem mientras observaba intranquila la niebla que se había cernido sobre Yenisehir. Debía hacer algo menos de una hora desde que Festo y la duate se habían marchado, dejándola con Justo en aquella casa destartalada. Aquel velo sobrenatural los mantenía frescos y ocultos, pero no podía evitar que le produjese escalofríos.
—Al menos tendrás que admitir que es inquietante. Lo de la niebla, digo.
Justo estaba sentado contra la pared frente a ella, probando la flexibilidad de su nuevo arco. No la miró cuando contestó, perdido en otras consideraciones.
—Quizá, pero también es muy práctico. No le des más vueltas, tenemos trabajo por delante.
Recostada en el alfeizar, Hiem volvió a hundir su atención en aquella boira fantasmal, anudando con distracción el cabo que tenía entre manos.
—Yo solo digo, —se interrumpió un segundo para cerrar un nudo con fuerza—, que, por norma, no confiarías tan rápido en alguien, volnad.
—¿Y qué te hace pensar que confío en ella?
—Bueno... —Hiem observó con ojo crítico el cabo y lo dejo en el suelo, recogiendo otro en el proceso—. Ahora mismo está sola en la ciudad con Festo. Y si se le ocurriese despejar esta niebla, estaríamos bien jodidos.
Observó divertida los esfuerzos de su líder por encordar aquel diablo de arco, doblándolo entre las piernas con evidente esfuerzo mientras gruñía y maldecía por lo bajo. Al final el hombre se impuso al arma, y Justo admiró satisfecho su nuevo arco, sacando una nota seca de la cuerda tensada.
—No la despejará —intervino al fin—. Tú también lo debes haber notado, está desesperada por un poco de compañía. Además, ella conoce el palacio y la ciudad, es nuestra mejor apuesta.
—¿Y si nos traiciona, pese a todo?
—Esto, querida Hiem, es un arco compuesto duate. Un arma de ensueño. Una cota de malla no es más que una camiseta agujereada ante esto. Estaremos bien.
—Qué obsesión con el arquito. Desde que te lo dio, estás comiendo de su mano.
Justo le dedicó una mirada afable y volvió a sentarse en el suelo. Tomó una flecha de hueso y empezó a trabajar en ella.
—Verás —respondió el nycto mientras comenzaba a dar forma a la flecha con su cuchillo—, hace mucho, cuando no era más que un crío, tropecé con un manual de arquería duate...
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Teatro de sombras
FantasiaEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...