49. Fuego

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El rastro que marcaba el candil llevó a Tácito ante las puertas mismas de Lucerna. El rastrillo viejo y oxidado no fue rival para su fuerza, y tras un par de golpes que hicieron temblar el aire, Tácito entraba en la cuna de los Inquira.

Hervía como un caldero de pura furia, sus manos se cerraban en el aire y sus dientes rechinaban. Siempre había estado al servicio de los demás, siempre había hecho lo que podía por ser de utilidad, pero solo le habían pagado con decepciones, desprecio y burla. Una, y otra, y otra vez. Ahora el dique había saltado. No sabía por qué, y no le importaba. Solo sentía furia, pura, abrasadora, egoísta y liberadora. Cada fibra de su ser ardía de rabia, cada respiración alentaba el fuelle de su ira, temblaba entero de pura cólera, su alma se desgarraba en un grito de vesania, inacabable, rencoroso, lleno de odio. Y lo más curioso de todo es que se sentía como nunca. Libre, independiente, poderoso. Él mismo al fin.

El candil lo llevó hasta el puente y más allá de las dos torres. Ascendió por la Torre de los Inquira como un demonio desde los infiernos y al llegar al segundo tramo del puente lanzó un grito de desafío, salvaje, desatado, indomable.

Se deleitó en el suave deslizarse del acero fuera de su vaina, en el susurro de muerte de la hoja y el reflejo del Sol rojo en el acero. Siempre había sido aburrido, predecible, patético, pero ahora que había dejado el timón a sus demonios se sentía un poeta, un dios de la venganza caminando sobre el suelo abrasado.

Mataría a Inquira y despedazaría su cuerpo con sus propias manos. Luego buscaría al comandante, le partiría ambas piernas si era necesario y lo devolvería a rastras al reino ¡Y ay del monstruo que se cruzase en su camino! Y cuando estuviese de vuelta en casa, cuando hubiese vuelto a su hogar, lo arrasaría hasta los cimientos. Alzaría la bandera de la guerra y marcharía como una bestia, dejando un rastro de cenizas a su paso, asolaría el mundo que le vio nacer, decapitaría al mismo rey si se interponía y luego enseñaría a los bastardos saqueadores de sus vecinos el alcance de su cólera. Tomaría a Melissa como suya y la forzaría si se negaba. Haría temblar el mundo hasta que tuviese una forma en la que él pudiese encajar, aunque tuviera que destruirlo en el proceso.

Cruzó el puente como una exhalación, pero se detuvo en la plaza y observó las huellas ensangrentadas que desaparecían en el interior de aquella especie de templo. Dio un paso y luego se detuvo, y su rostro se descompuso en una sonrisa terrible. Se acercó al borde mismo de la plataforma del templo, cientos de metros sobre el suelo y arrojó la lámpara al vacío. Los espectros gritaron desesperados en su mente, pero los acalló con un rugido, y su sonrisa se ensanchó al oir la lampara hacerse pedazos entre las rocas. Luego entró en el santuario, espada en mano.

Un gran pasillo sombrío se abría ante él, flanqueado por colosales estatuas de caballeros con todo su arnés, soldados dispuestos a lo largo de las paredes como una eterna guardia de honor, sosteniendo sus montantes y alabardas ante ellos. Aquellos jueces de hierro clavaban sus miradas de hierro en el profanador, observando cada paso desde las cuencas vacías de sus ojos; sus bocas torcidas en una eterna mueca de desaprobación. Tácito les devolvió el gesto. Escupió contra ellos. Luego demolería aquel templo como fuese. No iba a tolerar que nadie lo juzgase nunca más.

Pasó de largo junto al cadáver reciente de un anciano, abandonado a la entrada del templo sin miramientos. Dejó su mirada vagar por las esquinas, recorriendo las baldosas rojas y la aterciopelada oscuridad, hasta detenerse al otro lado del largo pasillo, en una enorme pira y en la figura opaca recortada ante las llamas.

—Bienvenido a Lucerna.

La voz de Inquira llegaba lejana y cercana a la vez, reverberaba en cada pared y parecía venir de cada sombra. Se irguió ante las llamas en toda su estatura, ataviada con una larga capa roja, una silueta recortada ante el fuego.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora