20. La marcha de los envenenados

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Observaba el fondo de una jarra vacía, aturdido, apenado, sombrío, tal como había hecho día tras día los últimos años. La inclinó sobre sus labios agrietados buscando sorber hasta la ultima gota, ahogarse en aquel mar de alcohol para olvidar, aunque fuese por un momento, todas sus penas, todos sus errores, todo su arrepentimiento.

Pero aquel día la luz entró en aquel antro olvidado y los fantasmas del pasado recularon ante su rey. Aquel muchacho tendió una mano firme al deshecho veterano y él la estrechó con fuerza. Su vista borrosa se clavó en los anodinos ojos de aquel crío y vio a la Muerte escondida en aquella mirada.

Quedó sobrio al instante, su mente clara como alcanzada por un relámpago. Cayó de rodillas sin darse ni cuenta, y lágrimas amargas de redención purgaron sus ásperas mejillas. Sergio jamás olvidaría las palabras de su teniente, ni aquel apretón de manos.

Había pactado con el mismo diablo y le había vendido su miserable alma a cambio de venganza, y redención. Manchó sus manos una y otra vez, cumplió cada orden, disfrutó cada momento y arrastró a muchos al camino del infierno. Y nunca más se arrepintió de nada.


La voz grave de uno de los veteranos de Martino sacó a Sergio de sus recuerdos. Cada vez caía más en la trampa de su propia memoria, a medida que el cansancio se iba adueñando de su cuerpo.

Llevaban dos días de marcha por los llanos de Toprak, y él encabezaba toda la expedición. Por supuesto un simple tutor jamás podría haber mandado por encima de un teniente, pero mandar sobre varios de ellos era ridículamente fácil. Si a uno no le gustaba lo que el Lémur decía, había dos que estaban de acuerdo. Además, Sergio era el único explorador con que contaba aquel ejército en retirada, de modo que incluso si no les gustaba, al final el tutor hacía lo que quería, y el resto no podían decir nada al respecto.

Autorizó al veterano a tratar de cazar un antílope salvaje y se sentó en una roca cercana, suspirando de alivio al poder descansar sus doloridas piernas. Abrió y cerró los puños despacio. Empezaba a notar los dedos insensibles, dormidos y lo mismo pasaba con sus pies, pero aún tenía fuerzas para caminar, para avanzar, para cumplir su objetivo a la cabeza de aquella marcha de la muerte. Cada hora dejaba nuevos cuerpos en el camino, hombres superados por sus heridas o que habían elegido la hoja de su espada por encima de su infierno mental, pero Sergio todavía lograba mantenerse en pie, a fuerza de pura voluntad.

Quizá aquella llave de piedra tenía también algo que ver. Festo se la había dado nada más llegar, antes de empezar a examinarle, y el tacto de aquel amuleto extraño y fresco había aliviado la mayor parte de su dolor y calmado su mente febril.

El hombre de Martino volvió junto a él arrastrando su presa, para sorpresa del veterano. Aquellos tipos no tenían nada que ver con el resto del ejército, eran duros, estaban acostumbrados al combate y a las penurias. Pero incluso ellos habían sucumbido a las trampas de Akkapi. De los cincuenta que componían la guardia de honor del comandante apenas habían sobrevivido diez: dos tenientes, un tutor y siete soldados.

Y por supuesto habían luchado por su honor. La tienda de los tenientes había temblado toda la noche con los rugidos de los leales a Martino, luchando por tomar el camino del sur, contra la decisión del resto de los tenientes, nobles todos ellos, que votaban por el regreso a la patria para organizar una nueva expedición. Con el alba los gritos habían cesado y el ejército había empezado su regreso a Nyx, y de los dos tenientes de Martino nunca más se supo.

Por ello el resto de aquellos leales veteranos prefería la compañía de Sergio en la vanguardia antes que la convivencia con aquel nido de serpientes en que se había convertido el mando. Sergio lo agradecía, sin duda alguna, y se sentía honrado por poder contar con soldados tan capaces, pero, contra su costumbre, no se molestó en aprender sus nombres o tratar de conocerlos. Solo seguía paso tras paso hacia su objetivo, tan cortés como distante.

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