4. Polvo y huesos

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El eco de los cascos de los caballos era el único sonido en la vía fantasmal.

Sirio miraba a su alrededor, pálido de miedo. Cientos, quizá miles, de personas habían tratado de huir, de abandonar su ciudad tan rápido como pudieron. Quizá había algo de cierto en las leyendas.

Cruzaron entre los restos destrozados de toda clase de vehículos, carros y carretas consumidos por el tiempo, la madera astillada y quemada por el sol, esqueletos de monturas, aun con sus sillas al lomo, carretillas volcadas, su antaño valioso contenido convertido en polvo del camino.

Y huesos.

De todo tipo, forma y tamaño. Pálidos y quebradizos, rompiéndose bajo los cascos de las bestias. Calaveras vueltas hacia el cielo en muda súplica. Revoltijos allá donde los hombres murieron abrazados, resignados al miedo. Asomando bajo carros volcados, rotos bajo sus monturas, aplastados por enormes trozos de mármol, derramados impíamente sobre los restos de madera. Aquí y allá aún algunos pedazos de tela raída se movían suavemente con el viento de la cercana noche, y restos de armaduras resplandecían como macabras gemas bajo los rayos del sol.

La oscuridad cayó sobre el grupo a medida que se acercaban a las inmensas murallas de piedra, herida la marmórea piel por cicatrices fruto del tiempo y el olvido. El grupo fue engullido por la magnífica puerta,  y tras el pétreo umbral, la ciudad se abrió ante ellos, recibiéndolos en silencio.

Las bestias resoplaban inquietas, haciéndose eco de la intranquilidad de sus jinetes.

Marco, a la cabeza de la formación, obligó a su caballo a volverse y encarar a su compañía.

—Señores, la noche está al caer y no pretendo que nos alcance al raso. Cruzaremos la ciudad de un extremo al otro, tomaremos la puerta trasera y nos internaremos en los túneles de las montañas de Koster. Una vez allí podremos descansar por hoy. Tendremos sombra y tranquilidad.

—¿Por qué cruzar por la ciudad? —Los ojos de Sila vagaban intranquilos por el paisaje ante ellos y sus manos se aferraban a las riendas con fuerza. Sirio estaba a su espalda, pero su palidez era evidente.— ¿No podríamos rodearla, como hicimos antes?

—No. —Marco clavó la mirada en sus hombres, uno a uno—. Esto son las malditas tierras de nadie. Cuando llegue la noche, quiero un lugar oscuro y defendible en el que descansar. No hay tiempo para rodeos.

No esperó a la respuesta de nadie antes de retomar el camino, adentrándose en las calles de la urbe olvidada. La comitiva marchaba al paso, levantando sonoros ecos entre las calles abandonadas. Tanto Marco como Tácito mantenían la vista al frente, sin dudar ni volverse. Semejante actitud maravillaba a Sirio. Él no podía dejar de mirar a su alrededor, de oír cada pequeño sonido, cada ligero desprendimiento de rocas entre las ruinas de los hogares.

La escena era sobrecogedora, demasiado irreal para ser creíble, demasiado familiar para poder ignorarla. Las puertas de los hogares colgaban de sus bisagras, abiertas de una forma obscena, sepulcros expoliados que emitían  pesarosos gemidos en su vaivén ominoso. Las paredes encaladas mostraban cicatrices alargadas, demasiado uniformes para ser producto de la erosión. Un crujido bajo los cascos de su caballo, al pasar sobre otro caído, llamo su atención hacia el suelo, roto, sembrado de muerte, en que los huesos emergían como espigas de trigo.

Aquí y allá, los suelos y paredes, las ventanas destrozadas y los escombros caídos, mostraban manchas parduzcas, indudablemente sangre en otro momento. Algunas de las manchas estaban a alturas imposibles, regueros oscuros en las paredes de las casas. 

Sirio lo observaba todo con ojos desorbitados. Pese a su juventud, pese a su bisoñez, conocía la guerra. Había visto saqueos y campos de batalla. Había visto el paso de la muerte. Y su mente iba hilvanando lo que ocurrió entre los muros de Calvaria.

En su cabeza observaba escenas de una lucha feroz, sin tregua, de la huida por la supervivencia. Y la única manera de que la escena tuviese sentido...

El tacto de una mano en su hombro casi lo hizo caer del caballo. El mercenario grandote se había puesto a su lado mientras se perdía en sus recuerdos y ahora le miraba sonriente, burlón.

—No pasa nada, chico. —El hombretón usaba un tono de burla, pero Sirio no pudo evitar darse cuenta de que su voz no pasaba del susurro—. Eres nuevo en esto. Ya te acostumbrarás.

Sirio clavó la vista al frente, ardiendo de vergüenza, pero el mercenario no parecía dispuesto a dejarle en paz.

—Mira— Bruto señaló la esquina de una casa— Ahí un hombre recibió un golpe de catapulta. Una cosa bastante desagrable, cuando está fresco. Y ahí —una puerta caída hacia dentro sobre un charco de sangre seca— ahí una mujer o un anciano intentó frenar el avance de muchos hombres rabiosos. ¡Tuvo que ser un asedio del carajo!

—¿Qué hay de eso, señor? —El dedo de Sirio se levantó hacia una casa a su izquierda, donde una armadura permanecía aún incrustada en la pared, muy por encima del suelo, derramando lágrimas quebradizas de sangre hacia el empedrado.

El mercenario miró unos segundos la escena mientras las cabalgaduras pasaban junto a ella. Finalmente, restó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—Vete a saber. Cosas más raras he visto por ahí. Lo que tienes que recordar, chico, es que esta gente lleva siglos fiambre. Nada por lo que estar así de acojonado, pequeñín.

Bruto rio por lo bajo y le dio un golpe en el hombro a Sirio, cada vez más rojo de vergüenza.

Quizá el mercenario tuviese razón. Quizá no existían los demonios. Una canción suave, un tarareo resonó entre las paredes vacías, y el rostro del aguerrido mercenario se congeló en un rictus de terror, mientras buscaba con ojos desorbitados el origen de la misma.

—¿Qué ha sido eso? —La bravuconería había abandonado su voz, sustituida por el puro miedo.

El lancero frente a ellos se volvió, aun canturreando por lo bajo y clavó en el hombretón una mirada cargada de sarcasmo que puso a Bruto rojo de ira. Sirio lo vio adelantarse, temblando sobre su montura, y constató anonadado que el mercenario estaba tan asustado como el mismo.

En ese momento Marco detuvo la marcha. Las miradas, que se habían vuelto hacia el choque inminente volvieron al frente al unísono. La ira murió en los labios de Bruto, mientras el temblor y la palidez se adueñaban de su cuerpo. Sirio acercó su montura al resto del pelotón, tratando de distinguir por encima de los hombros de sus compañeros que era lo que había detenido el avance.

Vio a Marco descabalgar, y a Tácito imitarlo, sosteniendo las riendas del caballo del comandante. El lancero lanzó un silbido admirado y el hombretón empezó a temblar irrefrenablemente, cualquier acceso de fanfarronería cortado por el puro terror. Sirio poseía una vista envidiable, pero también era bastante pequeño, resultado de comer poco y mal durante toda su vida, y no lograba distinguir qué sucedía frente a él por encima de los hombros de sus compañeros.

Se apeó del caballo y, sosteniéndolo de las riendas, avanzó entre el resto hasta llegar junto a su comandante.  Contuvo la respiración, mordiéndose los labios con fuerza, hasta notar el sabor metálico de la sangre. 

No quería que el resto le oyera gritar de pánico.


Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora