25. Depredadores

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Lupe Remea, soberana de los endriagos de Nyx y autoproclamada gobernadora de aquella tierra vacía, dormitaba bajo la luz cálida del Sol, disfrutando en silencio de la calidez del dios, la paz luminosa y reconfortante que amaba desde lo más hondo de su asolada alma. El monstruo que tiempo atrás había respondido al nombre de Casca entró en la sala del trono, pero Lupe no le dedico más que una mirada de soslayo, antes de volver sus ojos entrecerrados hacia el cielo. Un educado carraspeo estropeó aquel momento perfecto y la loba se volvió hacia su sirviente con una mirada incluso más animalesca de lo común. El endriago retrocedió un par de pasos e intentó encogerse en el sitio. 

Aquella era la diferencia entre ella y los endriagos. Ellos eran bestias estúpidas que intentaban razonar como humanos, ella una mujer astuta con el instinto y la ferocidad de una bestia.

—¿Qué?

—Mi...mi señora... yo... yo... lo lamento, lo que yo, ejem, lo que...

—Habla. De una. Maldita. Vez.

El hocico de la loba se frunció mientras clavaba una mirada iracunda en la criatura. Fue más de lo que el cobarde Casca podía soportar, de modo que el endriago escondió la cabeza entre las patas delanteras, temblando en una reverencia ridícula mientras se orinaba de puro terror. Lupe puso los ojos en blanco y se hundió en su asiento con un suspiro enojado.

—Habla. Ya.

—Han pasado tres días, mi reina.

El rostro de la loba se iluminó al escuchar aquello, su malhumor tornado al segundo en felicidad. ¿Cuánto había pasado desde la última cacería? No podía siquiera recordarlo. Se levantó de su trono de un salto y recogió su vara, sonriendo con tal brutalidad que su rostro hizo estremecerse a Casca.

—Da la orden. Empezad a rastrear. Salimos de caza.



Similar visita recibió en su palacio de piedra el gran gusano, emperador de emperadores, el único ser aparte de la loba que gozaba del respeto y temor de los endriagos. Las criaturas temían a la loba por su fuerza y ferocidad, por su don de mando. La varganda producía en sus subordinados el miedo de una amenaza tácita, barbárica. 

El terror que el gusano despertaba en ellos era muy distinto. Todos los endriagos vivían en la Basílica o sus alrededores, bajo el mando y protección de su señora, pero a su señor solo lo visitaban para llevarle las ultimas nuevas y el mensajero siempre era elegido a suertes y obligado a partir a la fuerza.

La serpiente era brutal, fría y calculadora, y siempre tenía hambre. La loba contaba con su apoyo para cazar a los intrusos, pero ni por miedo a ella se opondrían a la serpiente los endriagos. La loba era al fin y al cabo una bárbara honorable, en tanto que los métodos de la serpiente los conocían demasiado bien.

La criatura que antaño se llamara Claudia Balba entró en la morada del gusano con paso lento y dubitativo, mirando a su alrededor con desesperación impropia de una criatura de su tamaño y poderío. Desde las alturas, oculto en la ceguera que el Sol había impuesto a la quimera, el ofidio  la observaba en silencio, divertido con el terror de la criatura.

Bajó con silenciosa lentitud la enorme cabeza, hasta ponerse detrás de la criatura, y resopló sobre ella con aliento cálido y húmedo, cargado del hedor de la carne putrefacta. El endriago se estremeció y se dio la vuelta tan rápido que tropezó con sus propias patas, para diversión de la titánica serpiente. Despacio, poderosos e inevitables como las raíces de un gran árbol, los anillos de la serpiente comenzaron a moverse a lo largo de las paredes de su cubil, creando surcos en la tierra mientras la mole descendía de su dormitorio, obstruyendo un poco más con cada giro y revuelta la salida, complaciéndose en el terror que el movimiento estaba causando en su invitado.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora