Asino no sabía si reir o llorar. Era un chico de buena familia, motivo por el que había logrado un puesto bastante seguro como ayuda del comandante Martino, del Segundo Cuerpo de Infantería. Un trabajo fácil, pues el orgulloso e iracundo comandante no solía delegar su trabajo en aquel ayudante impuesto y bisoño.
Se suponía que era un trabajo fácil, al menos. Luego el comandante había sido destinado al mando de la escuadra hacia Toprak. La manera de los mandos de hacer limpieza sin hacer ruido, una forma rápida y elegante de jubilar a ambos comandantes de infantería en favor de alguno más propicio a los intereses del rey y el legado de la Orden. Y él se había visto atrapado en medio de aquello sin comerlo ni beberlo.
Su familia había intentado lograr su huida, pero el comandante había reunido a todos los hijos de nobles a su mando en una tienda y los había dejado bajo vigilancia de sus veteranos, hombres leales hasta el extremo, más dados a la acción que al habla razonable.
Y allí estaban ahora, él y otra cincuentena de señoritos, pateando las arenas olvidadas de Toprak, temblando de miedo, la forma de Martino de vengarse de sus verdugos.
El teniente Justo Severo estaba en la misma situación. Los Lémures habían sido demasiado eficaces defendiendo las fronteras del reino, habían ofendido a media Hermandad y humillado a la otra media, y todos respondían ante su teniente antes que ante cualquier mando superior. Eran un problema, y se habían deshecho de él.
De modo que Asino caminaba hacia el cadalso en compañía de otros tantos condenados condenadamente interesantes. La misma fría eficiencia de aquellos cazadores, que tanto le asustaba, era el motivo por el que se sentía tranquilo. Tranquilo y curioso. Al fin y al cabo, aquellos hombres eran leyendas vivas.
Desconfiaba de los dos varegos, y en especial de la mujer, y por nada del mundo se le ocurriría dirigirse a Severo, pero el que se llamaba Sergio era amable con él y el rubio, Festo, disfrutaba mucho contestando a cualquier pregunta del joven noble. Asino sospechaba que lo hacía para echarse unas risas a su costa, pero lo toleraba porque sacaba mucho más de aquel bocazas que del serio tutor.
Hablaron bastante mientras cruzaban la vía blanca que los llevaría a Akkapi, la primera gran ciudad de Toprak.
—¿Y de verdad hay mujeres en los Lémures?
—Joder, chico, ya te digo. Más de las que te gustaría encontrarte en una noche silenciosa.
—Pero... ¿Mujeres? ¿Qué pueden hacer las mujeres?
—Mira chico, hasta que no hayas oído a nuestras mujeres llorar en medio de un bosque oscuro no sabrás de verdad lo que es el miedo. Y he visto a enormes varegos derrumbarse como niños de teta al oírlas reir.
—Y no hay, ya sabes ¿Problemas?
—Nunca mucho tiempo. Los novatos enseguida aprenden o aparecen descuartizados, una de dos.
—¡Pero eso es horrible!
—Hombre, bonito de ver no es, no.
Asino clavó la mirada en la espalda de la varega y un escalofrió le recorrió de pies a cabeza a pesar del ardiente Sol.
—Esa, chico, es Hiem. La hija de perra más loca que he tenido el honor de cruzarme nunca.
—¿Ella? ¿Lucha?
—Joder, no. Lo de luchar parece que significa que el otro tiene alguna oportunidad. Lo que ella hace, más bien es masacrar.
—¡¿Ella?!
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Teatro de sombras
FantasyEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...