7. Los pasillos de la montaña

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La oscuridad de la montaña resultaba tranquilizadora para los ojos de quienes habían vivido bajo el sol toda su existencia. El grupo avanzaba en fila, desplegados en previsión de cualquier contingencia, en una suerte de estado de vigilancia que había ido volviéndose más laxo con el paso del tiempo.

En los túneles bajo la montaña resultaba difícil deducir el paso del tiempo, el cual parecía venir marcado por ciertas salas de piedra laterales, cuya buena factura y aprovisionamiento de agua implicaba que fueron puntos de descanso en otro tiempo. Los pasillos de piedra aparecían trabajados a intervalos, con relieves de lunas y lobos, de soldados y monstruos, con soportes para antorchas vacíos y claraboyas por las que se filtraba la luz del día, tan altas y profundas que Tácito se descubrió en más de una ocasión tratando de dilucidar como las excavaron en la roca de la mole.

El comandante y el lancero marchaban al frente de la columna. Teniendo en cuenta cuanto le había prevenido contra él y cuanto resquemor había expresado respecto al supuesto Inquira, Marco marchaba a su lado muy tranquilamente, demasiado incluso. Hacían una extraña pareja esos dos.

La idea de que el hombre más experimentado y aquel que llevaba el arma más larga abriesen la marcha tenía su sentido.

Lo que no lo tenía tanto era la familiaridad con que se comportaban. El lancero poseía una escalofriante pasión por las melodias oscuras y las viejas canciones de marcha que el comandante compartía con respecto a las tonadas de taberna y los himnos, componiendo entre los dos una cacofonía contradictoria que solo se rompía cuando ambos encontraban una melodía común, arrancándose en un dueto mucho más notable por su pasión que por su afinación.

Tácito, Fidel y Sirio marchaban a continuación, a una distancia prudencial de la cabeza. El arquero y el antiguo soldado parecían haber hecho buenas migas, conversaban animadamente en todo momento, mientras Tácito vigilaba el camino, sintiéndose cada vez más solo en su silenciosa guardia.

Sila marchaba a la cola con ánimo sombrío, el rostro oculto por la capucha. Tácito le prestaba especial atención, pero no parecía que el mercenario tramase nada en particular. Tan solo prefería alejarse del resto, aislado en sus pensamientos. Un sentimiento que Tácito podía llegar a comprender, especialmente cuando la vanguardia coincidía en alguna canción que resultase particularmente entrañable para ellos.

Haciendo sumario de todo, el soldado consideró que el pasaje por las entrañas de la montaña resultaba mucho más agradable que el camino por la Vasta Soledad, sensación motivada en gran parte por el hecho de que la montaña parecía viva.

Entre las paredes de piedra había silencio, sí, pero un silencio vivo, cargado de pequeñas notas amables: el arrullo de algún torrente entre las rocas, el rumor del viento en las oquedades, el eco apagado que provocaban las piedrecillas al caer, el chapoteo de un pez de barro o el goteo inconstante del agua. Fuera el mundo había acabado, pero en el seno de la montaña la vida seguía, el tiempo no se había detenido.

En comparación, la humedad continua o el frío eran molestias menores. Tácito inspiro profundamente. Incluso el aroma de la roca era embriagador.

Una portezuela cuadrada les indicó la siguiente parada en su marcha. Era el quinto, quizá el sexto cuarto, en el que descansaban. Salas de piedra cuadrangulares, con una claraboya en su mismo centro, diseñada para poder ser cegada con una portezuela, y una pequeña fuente de agua de montaña al fondo de la habitación. Había espacio para unas veinte personas, y algunos catres de madera y algo de mobiliario, ajados por el tiempo y la humedad, atestiguaban que en algún momento estos dormitorios de montaña fueron muy transitados por los viajeros en su camino a Koster.

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