39. Las sombras del Sol

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La oscuridad del pasillo hizo más evidente la luz que se colaba por las grietas de la puerta de la cocina del rey. La vieja hoja de madera había quedado atrancada a medio abrir por el descuido y la herrumbre, pero no pudo hacer nada contra los embates de Meltem.

Cayó con estrepito y la duate cruzó sobre sus fragmentos, llenando sus pulmones con el aire limpio de la estancia abandonada. Festo cruzó poco después, renqueando. Todavía tenía la mirada perdida y el rostro pálido, cansado, así que Meltem se apresuró a acercarle un taburete que el nycto aceptó con una disculpa apenas susurrada. La inmortal restó importancia al gesto y decidió buscar algo de agua, para ayudar al chico con el mal trago.

—Los soldados de ahora no aguantáis nada— bromeó mientras le alcanzaba un jarro desportillado.

Festo echó un trago largo y luego lo escupió. Su sonrisa estaba apagada y su expresión era mortecina, lo cual preocupó a la duate más de lo que hubiese admitido.

—Sí, supongo que sí. —El chico hablaba en débiles susurros, jadeando con suavidad—. Ojalá no tenga que volver a ver algo así...

Meltem ensayó una sonrisa tranquilizadora, pero las arcadas del muchacho estaban demasiado frescas en su memoria, al igual que el olor. Ella también hubiese preferido no ver aquel espectáculo, pero no conocía el palacio real tan bien y solo la habían llevado una vez a la torre de la Aguja.

—Ya pasó. Descansa un poco.

—Debería estar acostumbrado ¿sabes? He descuartizado muchos cadáveres y torturado a mucha gente, pero... —Una arcada interrumpió sus palabras y Festo se dobló hasta caer de rodillas, jadeando y escupiendo bilis. Meltem le palmeó la espalda en un gesto cargado de comprensión, insegura de cómo tratar con aquello—. Pero... algo como eso. La muerte debería ser un descanso, no una pesadilla... no una maldita pesadilla.

Festo se enjugó las lágrimas y se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared. Parecía cansado, derrotado, así que Meltem decidió que podían tomarse un poco más de tiempo hasta que el chico pasase aquel mal trago.

—Me debes una historia, Viento de la Guerra. Una sobre esas mujeres.

La duate suspiró. Sí que se la debía, y era una manera de distraerle, aunque fuese volver al tema.

—¿Qué quieres saber?

—Para empezar, cómo acabaron así. Tu hermano, tú, los bailarines, las mujeres del harén... dices que sois lo mismo, pero es evidente que sois muy distintos ¿Por qué?

—Eso no lo sé. —Su mirada se cruzó con la del chico, expectante y curiosa, y terminó por añadir—. Pero tengo ideas...

—Pues cuéntamelas.

—Todos bebimos el elixir de Seribey ¿Sí?

—Bien.

—Pero todos somos distintos.

—Sigue...

Meltem se acarició el cabello ceniciento indecisa. Abrió y cerró la boca unas cuantas veces, ante la paciente mirada de su interlocutor, y al final tomó una decisión.

—Y luego, antes de ser inmortal, todos... morimos.

—De acuerdo. Sigue.

La duate parpadeó de asombro. Se inclinó hacia Festo, carraspeó y se repitió, observándole con detenimiento.

—Todos... morimos.

—Sí, hasta ahí ya habías llegado. ¿Luego qué?

—¿Luego qué? Morimos, estamos muertos ¿Entiendes?

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