14. La frontera de los lobos

164 21 114
                                    



El alba en el Paso era oscura y el viento frío del desierto un alivio para los soldados acampados entre las paredes del enorme desfiladero. Sergio despertó en silencio, mucho antes que la mayoría de la tropa, pero siempre más tarde que su teniente. De forma rutinaria comprobó su espada y su arco corto, repasando el filo con delicadeza y asegurándose de que estuviese lista para saltar de su vaina en cuanto requiriese de ella.

Una vez hubo acabado su ritual matutino, se levantó, amagando un gruñido, y estiró despacio y con cuidado cada musculo de su adormecido cuerpo. Era con diferencia el más veterano de los cazadores en aquella empresa y sabía que para él, incluso más que para los demás, aquello seria solo un viaje de ida. Importaba poco. Seguiría a Justo hasta las mismas puertas del infierno e incluso más allá. Todo lo que una vez quiso había quedado en el pasado, ahora solo le quedaba una deuda imposible de pagar.

Desentumecido, se agachó junto a sus compañeros para despertarlos. Rufo abrió los ojos en cuanto le tocó el hombro, mientras que despertar a Festo requirió un par de pataditas. Al teniente no se le veía por ningún lado, pero lo que Justo Severo hiciera poco tenía que ver con él. Volvería, y cuando lo hiciera ellos debían estar prestos a cualquier orden.

Justo volvió junto a ellos al cabo de unas horas con noticias del frente. Martino les daba carta blanca para abrir la marcha. Por lo visto sus exploradores habían pasado a mejor vida aquella misma mañana, mientras dormían junto al resto del pelotón. Podían tomar las medidas que considerasen necesarias contra los varegos, sin preguntas, algo a tener en cuenta dados los métodos de los Lémures.

Unas cuantas monedas cambiaron de mano y los Lémures ya estaban al frente de la columna antes de que las tiendas del resto del ejército estuviesen recogidas, valorando el paso con aire indolentemente atento. Justo dio las ordenes pertinentes y luego los cuatro hombres se volvieron sombras entre las nubes de polvo, escudriñando el desfiladero, listos para cualquier posible imprevisto, y en concreto para el momento en que los varegos sacasen sus triunfos.

Cuatro días con sus noches avanzó el ejercitopor aquel desfiladero fortificado, bajo la atenta mirada de sus expectantes habitantes. Los ataques de la primera noche tuvieron su repetición a la noche siguiente, pero después de que otra incursión de los cazadores llenara un poco más la bolsa de los ojos, no hubo más ataques varegos sobre la comitiva.

Y con el alba del quinto día, los varegos pusieron toda la carne en el asador.

Habian llegado al final del Paso, y solo un pequeño pueblo, un viejo enclave en las paredes del cañon, se interponía entre ellos y Toprak. Y justo allí, bajo la puerta de entrada a la ciudad abandonada, les esperaba el vargando, con aire indolente. Solo era uno, pero aquello no tranquilizó los nervios del viejo soldado.

Criaturas de leyenda, los más temibles entre los varegos, mitad hombre y mitad bestia, inmunes al dolor y feroces más allá de toda razón. Asi hablaban las ancianas del sur de Nyx a sus nietos cuando les contaban historias de aquellos hombres que se volvían lobos y aquellos lobos que se volvían hombres. Los Lémures sabian un poco más del asunto. En realidad, lo que hacían los vargandos era criar a unos lobos enormes, y, por lo que los desertores varegos contaban, tomaban alguna clase de poción mágica que les volvía inmunes al dolor y el miedo. Claro que saber aquello tampoco era un gran consuelo.

 El hombre en cuestión estaba esperándoles con una tranquilidad apabullante. Apoyado en aquel gigantesco lobo suyo, bostezando de aburrimiento, ni siquiera reaccionó a la presencia de los cazadores nyctos. Era grande, más que cualquiera de los Lémures y la melena, larga y rubia, terminaba en una barba enmarañada, mucho más larga que la de cualquier nycto de bien. La piel de lobo que era enseña de aquellos guerreros de élite colgaba con descuido sobre el torso desnudo y atezado, cubierto de cicatrices, y cada brazo parecía un árbol pequeño.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora