24. Tres velas (II)

119 14 198
                                    



La tercera noche de paz prometida por la loba los alcanzó en los restos de una posada junto a la Vía Mayor de Nyx. Los suelos polvorientos y las mesas y bancos carcomidos estaban muy lejos de poder considerarse cómodos, aunque suponían una notable mejoría respecto a pasar la noche a la intemperie, acostados sobre el duro suelo. Inquira se encargaba de la primera guardia, de modo que esperaba en silencio junto a la única puerta, observando el camino desde la sombra del soportal, fuera de la vista tanto del camino, como de sus camaradas. Dentro los ánimos estaban demasiado tensos para que nadie pudiese dormir.

Sirio llevaba dos días pálido como un fantasma y mucho más silencioso, mientras que el humor de Tácito no hacía sino empeorar en proporción contraria a la ilusión de Inquira. Solo Marco parecía mantener la cabeza fría, relajado y dueño de sí mismo, emocionado también a su manera, con la ilusión sincera y sencilla de un niño que ve por primera vez algo de lo que ha oído hablar, pero nunca ha visto. Contaba historias sentado en un taburete tambaleante sobre el gran imperio de Nyx y el viaje que les esperaba, pero sus dos oyentes solo podían pensar en los lobos que debían estar acechándoles ahí fuera.

Un carraspeo educado sacó a los dos soldados de sus ensoñaciones mientras su comandante los miraba ceñudo.

—Hay una historia que recordé hace poco. Es uno de esos cuentos siniestros que uno cuenta en las tabernas, acompañado de alcohol y silencio ¿Qué opinan caballeros?

Los caballeros no opinaban nada, de modo que fue Inquira desde la entrada quien animó al comandante a seguir.

—Apenas hace unos días que recordé esta historia, pero es verídica. Yo estuve allí.

—Con todos los respetos, comandante —la voz de Tácito estaba cargada de hartazgo y amargura—,   ¿Le parece apropiado?

—No hay momento más apropiado que este para esta historia, teniente. —las palabras de Marco eran frías y cortantes, y Tácito se calló al instante con un rápido "sí señor"

—Tenga cuidado, comandante. —Inquira se estaba divirtiendo sobremanera y la carretera estaba vacía, sin amenazas a la vista—. No vaya a asustar tanto a Sirio que decida huir.

No necesitaba volverse para oír al muchacho tragar saliva o notar su mirada pesarosa en el cogote, pero fue Marco quien le respondió.

—Oh, no te preocupes. Aunque lo hiciera, es de esa clase de historias que hacen huir a la gente, así que estaría justificado.

Una carcajada de Inquira en su puesto fue todo el preludio que la historia necesitó.

—Había una vez un hombre cruel y violento que se casó con una mujer bella y amable. Él era un caballero de la Hermandad, de una de las familias con solera, y ella una muchacha de una poderosa familia sirviendo de puente entre dos linajes que buscaban la excelencia. La bella mujer dio a su esposo dos hermosos hijos: una niña bella como una mañana de invierno y un muchacho tan habilidoso en el arte de la guerra que, aun siendo niño, podía batir a guerreros que le aventajaban en tamaño, edad y experiencia. Todo iba a las mil maravillas para la buena familia hasta que el imbécil sanguinario del esposo mató a su bondadosa mujer.

El viejo comandante tomó aire y aquel fue el único sonido que se oyó en la posada abandonada, un trueno en mitad del silencio expectante. Tácito y Sirio escuchaban en silencio, atentos, empezando a intuir que había más en aquella historia de lo que les contaba. Inquira, en su puesto, permanecía en silencio, sonriendo con melancolía.

—Como decía, todo iba a las mil maravillas hasta el día en que aquel bruto... mató a mi hija. Aún no sé por qué lo hizo. Solo sé que un mes no nos llegó la carta de Kalia. Y tampoco al siguiente, ni al siguiente. Cuando fui educadamente a verla me echaron con educación y cuando acudí luego llevado por la ira, me expulsaron con violencia. Ahí supe que algo malo le había pasado a mi hija. La rabia me consumía, rabia contra aquellos hijos de perra y rabia contra mí mismo, ardiente, terrible, enfermiza. Resultó que no era el único con cuentas pendientes contra aquella gente y entre varios de los nombres más selectos de la Hermandad tramamos la forma de hacerlos caer. Acusamos a aquellos hijos de perra de traición y de lesa majestad, y con el beneplácito del rey caímos sobre ellos como furias del averno. Aquel amanecer, yo mismo dirigí el asalto. Fui uno de los primeros en entrar en la casa y allí, en el mismo recibidor, mi nieto, aquel muchacho tan habilidoso, estaba plantado frente a nosotros. Sostenía la lanza con ambas manos, temblaba mucho y había miedo en su mirada, pero yo había visto caer a muchos hombres diestros ante él, de modo que fui con todo. Bien, ¿Habéis levantado alguna vez un cubo de agua pensando que estaba lleno, cuando estaba vacío en realidad? Pues eso mismo sucedió en aquella casa. Finté al muchacho y lo atravesé de parte a parte. Aquello me dejo confuso y mosqueado. Lo cierto... es que solo había querido probarme contra él. Quería saber cómo de bueno era, no esperaba matarlo de un solo golpe. —El comandante suspiró con pesar y su voz se quebró un segundo. Solo un segundo—. Toda la ira que sentía, toda la indignación, me abandonaron de golpe al ver aquel cadáver pequeño y roto en el suelo. Cedí el mando de la batalla y me retiré, entre las felicitaciones de mis hombres.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora