40. El sonido de la muerte

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Cubierto por el manto de la niebla, Justo observaba en silencio al guardián alado de Yenisehir planear en círculos cada vez más bajos. No se trataba de un ave, como había supuesto en un principio y, al contrario que las criaturas que habían encontrado en su camino, no era humano ni por asomo.

Era un condenado dragón, flaco como un esqueleto, con escamas de un dorado desvaído. Flotaba en silencio sobre la ciudad, sin apenas batir las alas emplumadas, rompiendo el aire con un chasquido solo cuando viraba bruscamente, usando aquel látigo que tenía por cola. La cabeza sí era de ave, algo parecido a una cigüeña, con un largo pico curvado como un sable. Paciente, silencioso, tranquilo, esperando como el mismo Justo el primer movimiento, el desliz que decidiera quién era el cazador y quién la presa.

Esperaba en vano. Justo no tenía intención de trabar combate con una bestia tan poderosa e inteligente. Apostado en lo alto de lo que parecía un viejo faro, el Lémur tenía una vista privilegiada de los cielos y varias formas de cambiar de posición si había problemas. Esperaría en silencio a que Festo y la duate volviesen con la llave, y se marcharían por donde habían venido, como un mal sueño que abandonase aquella ciudad muerta.

Pero la Suerte siente un desprecio inigualable por lo grandes planes, y guardaba otros para el jefe de los Lémures. Un grito lejano rompió la calma de la urbe durante apenas un par de segundos. Justo lo oyó desde su escondrijo y una pregunta muda acudió a sus labios. El dragón lo oyó desde las alturas y con un latigazo decidido se enfiló de nuevo hacia el palacio.

Justo maldijo por lo bajo y colocó una flecha en el arco. No era bueno en las largas distancias, pero tampoco necesitaba acertar. Soltó la cuerda y dejó que la campanada resonase sobre su cabeza, retando a la fiera. La bestia viró indecisa, y trazó otro pequeño círculo perezoso calculando sus opciones, mientras Justo empezaba a moverse despacio, apartándose de su posición anterior. La duda duró apenas unos segundos, lo que tardó la niebla en comenzar a despejarse, y la bestia se lanzó en un decidido picado sobre el nycto, cercenando con sus alas plegadas la bruma evanescente.

Justo no dedicó ni medio segundo a observar impotente cómo su escondite se deshacía en el aire de la mañana. En su lugar corrió, como el ratón atrapado que era, directo hacia su madriguera. Alcanzó la trampilla de acceso al interior del faro cuando el ruido del vuelo de la bestia empezaba a volverse atronador y se arrojó al interior sin contemplaciones, ignorando la escala de madera por la que había subido.

El espaldarazo fue de aúpa, pero peor hubiese sido el golpe de la bestia. Se levantó tan rápido como pudo mientras oía a la bestia aterrizar en el tejado, y cogió una flecha del suelo por puro instinto, agazapado en silencio.

La criatura paseaba por el tejado, haciendo resonar sus zarpas sobre el adobe desgastado, arrancando pequeñas cortinas de polvo que caían sobre el Lemur silencioso. Luego se quedó quieta, y el ruido de su paso atribulado desapareció. Justo dedicó un rápido vistazo a la trampilla del techo, y otro a sus flechas, desperdigadas por la caída imprevista. Bajó el arco en silencio, sin soltar la flecha, y comenzó a reunir las saetas a su alrededor, sobresaltándose cada vez que los proyectiles levantaban el más mínimo sonido.

Estaba a punto de recoger unas cuantas flechas para guardarlas en la aljaba cuando captó un ligero movimiento por el rabillo del ojo.

Se apartó maldiciendo entre dientes y tensó el arco con un gesto rápido, en el mismo momento en que el dragón entraba su rostro aviar por la ventana cegada a su derecha, destrozando las tablas de un picotazo. La cabeza perforó el aire, la flecha rebotó en el pico, y bestia y hombre lanzaron un rugido de frustración.

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