Sol. Pasos en la arena.
La llamaban la Senda de los Huesos.
Las arenas blancas eran el porqué. Las carcasas limpias eran el porqué.
El horizonte era borroso y no le quedaba una gota de agua en el cuerpo.
El mundo sabía a arena, olía a ceniza.
Moscas, moscas, por todas partes y en ninguna.
Zumbidos en sus oídos sin réplica en el aire estático, muerto.
Su piel se deshacía bajo el sol. Hacía días que no sudaba, ya solo se desmoronaba como una vieja figura de arcilla, uno con las arenas, otro esqueleto blanqueado por el sol.
Soñaba con su muerte. Eran buenos sueños.
Sol. Más pasos.
Respirando fuego.
La ilusión constante, el reflejo de un espejo distorsionado, plata sobre la arena.
Nunca agua. Ni una gota de agua.
El desierto tenía su propio Sol, no podía haber otro modo en que semejante lugar pudiese existir.
Y el silencio, el silencio ¡El silencio! Vacío, solitario, delirante...
Tropezó y cayó al suelo. Tardó mucho tiempo en volverse, mucho tiempo con el rostro sobre la arena, con los ojos cerrados, sintiendo como la inconstante brisa del desierto, cálida como el aliento de un demonio, arrastraba lo que quedaba de su ser como una montaña de polvo.
Se volvió lentamente, pesado y dolorido, hasta poder ver el cielo. Era el cielo más hermoso que jamás hubiese visto. Un azul tan puro, tan intenso que hacía temblar su maltrecho cuerpo con una mezcla confusa de felicidad y miedo.
Permaneció allí mucho tiempo, varias vidas mortales y algo más, porque no importaba nada, porque no le quedaba nada. Solo vacío. Solo dolor. Y una misión...
Una misión. ¿Qué misión?
Captó el tenue aroma, fresco, hermoso del agua. Quienes dicen que el agua no tiene olor no han sufrido verdadera sed. El agua huele a vida, a esperanza.
Tropezando, gateando y corriendo y volviendo a tropezar. Parándose a olfatear el tenue aroma de un sueño y luego corriendo otra vez, el peregrino llegó hasta el agua.
Era poco más que una charca entre las arenas, un estanque de barro torturado por el sol, condenado a desaparecer. Se arrojó a él sin pensarlo dos veces. El agua era cálida y espesa, arenosa, hería cada herida de su piel. Pero nunca había bebido nada más refrescante.
La empujó por su garganta rota, ahogándose con cada trago, se revolcó en el barro hasta huir del calor, como un animal y se quedó allí tendido hasta el alba, mucho después de que la última gota se evaporase.
Luego, se puso en pie otra vez. Echó a caminar.
Un destello lejano captó su atención. Un brillo que duró lo que un parpadeo, deteniendo sus pasos, creando una duda en su mente. Y luego de nuevo, y una tercera vez.
Echó a correr. Corrió, aunque sus pulmones no lo soportaban, aunque sus huesos gritaban de dolor y sus músculos se abrían en mil heridas, dejando la carne al descubierto. Cayó y se levantó, una y otra vez, pero no se detuvo, persiguiendo aquel fulgor lejano.
Quizá era una casa, quizá un espejo, quizá el agua, quizá el fin de aquel tormento.
Corrió, corrió, corrió. El viento levantó la arena y zahirió sus ojos, pero se envolvió el rostro con la astrosa capa y siguió paso a paso, mientras el desierto mismo se levantaba a su alrededor, con el aullido de mil condenados, sus huesos indistinguibles de la arena.
La arena cedió a sus pies y bajó una duna rodando, sin poder detenerse ni intención de intentarlo siquiera. Otra vez en el suelo, pero el cielo ya no era azul, sino dorado, blanco, rojo y el aullido del viento, se acompasaba con un tintineo metálico, melódico.
Arriba. Un pie y luego otro. Tal como había llegado el vendaval se marchó. Ante el peregrino se erguía una roca grande y plana, tan blanca que parecía irreal. Un león descansaba sobre la misma. Su cuerpo de bronce destellaba bajo el árido Sol, las alas plegadas a su espalda temblaban con un tintineo de cascabeles. Tenía los ojos abiertos y clavados en él, dos luces verdes en el fondo de unas cuencas oscuras, como si aquel rostro fuese una máscara.
Se levantó perezosamente, con esa despreocupación aparente y atenta que es una segunda naturaleza para todos los gatos, y bostezó, mostrando todos sus dientes, blancos y relucientes como diamantes.
El peregrino cayó de rodillas, poseído todo su cuerpo por un temblor incontrolable. El brillo del futuro solo era el anzuelo de la Muerte. Había venido a por él al fin. Rio sin humor, un horrible gorgoteo de una garganta rota, seca como el papel.
Así acababa su camino. Con un salto elegante y ligero, la bestia se arrojó sobre él con las poderosas garras por delante y la boca abierta. El peregrino la observó en silencio, rendido en cuerpo y alma. Dejó que el destino se cobrase al fin su presa.
Pero el destino aún no había terminado con él.
El león desapareció de su vista, derribado en pleno aire. Aterrizó sobre el lomo a un par de metros con otra bestia sobre él. Definitivamente felina, negra como el carbón, difuminada como la niebla. La había visto en su infancia, pintada en hermosos libros. Una pantera. Un demonio de los bosques.
El león se revolvió, pero la sombra ya no estaba allí, sino que había bailado hasta su otro flanco. La poderosa criatura rugió y atacó con todo su poderío a su esquivo cazador, pero la pantera, más pequeña y ágil, se movía en torno a él con la velocidad del viento, y el león solo acertaba a desgarrar la estela de sombras que quedaba a su paso.
Su zarpa marcó la arena, sus mandíbulas se cerraron sobre el vacío, una y otra vez, mientras la pantera danzaba en torno a él, atacando y retirándose, cambiando de forma con la velocidad del pensamiento y la fluidez de un rio. Ahora bestia, ahora mujer, esquivaba y golpeaba al depredador con sus garras y su cuchillo, azuzándolo, jugando con la bestia como si fuese poco más que un gatito. Un mordisco temerario hundió la cabeza de la fiera en la arena y la pantera trepó a sus espaldas en un suspiro, se sentó a horcajadas en su lomo y enterró aquella daga hecha de oscuridad en la nuca de la bestia.
Con un rugido de dolor, el broncíneo felino abrió con gran estrépito su magnificas alas, y el viento que levantó llegó hasta el peregrino arrodillado. En vano, porque la pantera ya no estaba a su espalda, sino justo enfrente del boquiabierto rostro, donde aquella mujer sugerida hundió su etéreo puñal en la garganta de la fiera, y se apartó tan rápido como se había acercado.
Las poderosas mandíbulas volvieron a cerrarse sobre el aire, esta vez para no volver a abrirse y la bestia de bronce quedó tendida sobre el suelo, agonizando, observando con impotente rabia a la informe pantera.
Aquella daba ya la espalda al animal moribundo, sin temor. Se acercó al peregrino paso a paso, y cada paso ocurría como un guiño. La pantera daba una elegante zancada y al momento siguiente una mujer oscura y cimbreante continuaba el mismo paso, y en lugar donde había estado solo quedaba humo negro, como una nube de incienso.
Igual de sombría que sus fantasmas habituales, pero mucho más tangible. Agarró al peregrino por la cintura y se lo cargó a hombros, o sobre el lomo y en un par de zancadas, el malherido león era solo un recuerdo lejano.
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Teatro de sombras
FantasyEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...