La llanura ante la puerta de Akkapi era un hervidero de actividad. Los soldados iban y venían, había gritos de terror, llantos, rugidos de ira, balbuceos confundidos y silencios expresivos, mezclados en un barullo enmarañado que alcanzaba todas las escalas de la desesperación humana. Y gobernando sobre aquella marea caótica estaba Justo Severo, en el centro mismo del caos, orquestando aquella maraña con órdenes secas y pragmáticas.
El teniente no estaba acostumbrado a permanecer en el centro de una confusión como aquella, pero conocía bien el mando y el miedo, y se había convertido en la roca más firme de aquel derrumbamiento tras la muerte del comandante, por lo que aquellos que aun ansiaban vivir se apresuraban a aferrarse a él.
Había puestos firmes hasta media docena de tenientes, y un par de decenas de hombres cumplían sus órdenes en el umbral mismo de la ciudad maldita, poseídos por el frenesí del alivio y el dulce veneno de la esperanza. Apuñalaban, golpeaban y derribaban a cada soldado que trataba de pasar bajo la verja hacia la libertad, con pulso firme y las egidas en alto, construyendo con cada puñalada trapera un muro de carne y hueso en la única salida del lugar, una muralla de cadáveres que mantuviese dentro a los espectros danzarines y vivos a todos los que ya habían logrado abandonar la ciudad. No había compañeros ni hermanos cuando la muerte rondaba tan cercana.
Había quien había expresado su desacuerdo por supuesto, pero la mayoría solo habían hecho aquello a lo que estaban acostumbrados, obedecer sin preguntas. Justo había puesto a los objetores a vagar por la explanada, tratando de separar aquellos hombres que podrían unirse de inmediato al servicio de aquellos incapacitados por sus heridas, fueran estas en sus carnes o en el frágil tejido de sus mentes. O eso o convertirse en argamasa para el muro.
Hiem lo encontró sin mayor problema, conociendo como conocía a su superior.
—¿Dónde estabas? —Justo despachó otra docena de soldados hacia las murallas, dirigidos por uno de los veteranos de Martino antes de volverse hacia ella.
—Siguiendo tus órdenes. Sacando a Sergio del infierno.
—No recuerdo haber dado esa orden.
—De nada. Esta bien, dentro de lo que cabe. Le han herido, pero no parece grave, la loriga se llevó la peor parte. —Una sonrisa cansada asomó a los labios de la varega, sustituida al momento por una expresión más grave—. Me preocupa más su ánimo, volnad. Deberías hablar con él.
Justo permaneció en silencio un segundo, valorando la situación. El caos a sus pies estaba cobrando orden poco a poco. Las ordenes estaban dadas, los engranajes en marcha, no pasaría nada por ausentarse un momento. Suspiró de agotamiento y relajó la postura, dejando que su rostro mostrase su cansancio. Luego se recompuso.
—Quedas al mando, Hiem. Sabes lo que hay que hacer. Y gracias.
—Poner firmes a estos cretinos, rugir un poco, asegurarse de que hacen lo que tienen que hacer... Sin problema. Ve con Sergio, y descansa un poco. Te hará falta.
Justo se despidió con un gesto y se encaminó hacia el río, y hacia una pequeña formación rocosa junto a él, el punto de reunión acordado en caso de que los Lémures se separasen. Sergio descansaba apoyado en aquellas piedras rojizas, con los ojos entrecerrados, pero trató de levantarse en cuanto su teniente se acercó al lugar donde descansaba, gesto que Justo frenó con una orden apenas murmurada. Se sentó en el suelo frente a él y soltó un suspiro de alivio por poder descansar las piernas. Una sonrisa cómplice iluminó el rostro de Sergio.
—Me alegra verle teniente.
—A mí también me alegra poder volver a verte. Por un momento no supe si esa reja caería a tiempo.
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Teatro de sombras
FantasyEn un mundo sin oscuridad, la suerte del Escudo, última tierra de la humanidad, se discute en torno a la mesa de una taberna, a escondidas del eterno Sol. Depende de un viaje a las ruinas de la civilización, una odisea sin retorno a la morada de be...