51. La caballería

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Inquira volvió a sentarse en el pedestal de la estatua y suspiró profundamente, con el ceño fruncido por el dolor. Apartó a un lado la aparatosa capa. La hemorragia no se detenía, y la sangre que brotaba de su pecho había manchado el bello tejido. Comprobó el daño con cuidado; aún le dolía respirar y la mancha sangrienta no hacía más que crecer, pero la herida estaba casi cerrada. Tomó la llave de piedra y la observó con cuidado, antes de volver a colocarla bajo los vendajes.

Cuando hubo recuperado el aliento, se levantó y, de un tirón, arrancó su martillo de la cara de Tácito. El cuerpo del joven se convulsionó por el gesto, casi como si aún quedara vida en él. "¿Por qué no?" se dijo Inquira "ya me creería cualquier cosa".

Se agachó junto al cadáver y rebuscó entre sus ropas hasta dar con la bolsa donde guardaba la llave. En cuanto la retiró de su envoltorio, la mano del joven muerto sujetó su muñeca, saltando como un resorte.

Belone la observó enarcando una ceja, antes de soltarse del agarre. Aquel era con diferencia el espasmo post mórtem más raro que hubiese visto jamás. Se levantó y dedicó una silenciosa plegaria a su contrincante. Una sonrisa leve curvó sus labios. Al menos, con aquel boquete en pleno rostro, se ahorraba tener que cerrarle los ojos. Procuró no reflexionar demasiado sobre lo macabro de aquel pensamiento, estaba muy cansada para ello.

Quedaba una última cosa por hacer antes de abandonar aquel santuario. Se acercó a una de las estatuas para tomar prestado un montante, pero su pie tropezó a medio camino con la espada de Tácito. Se agachó y la recogió, para el caso le valdría lo mismo.

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La cabeza cortada del anciano sacerdote rodó hasta los pies de Vindex, quien la miró por espacio de un minuto antes de dedicar a Belone una sentida reverencia, dos gestos de una expresividad sorprendente en alguien sin cabeza. Belone se sentó en los escalones ante el caballero y le devolvió el saludo.

Después de quedar cojo, el gran caballero había perdido el ánimo de luchar. Se había levantado y había cojeado hasta aquel lateral del templo, donde antaño se encontraban las caballerizas, y allí se había sentado a la sombra de un pilar a esperar, silencioso y melancólico. Un pequeño misterio más para la colección que ya arrastraba aquella expedición.

Con un ademán decidido, el caballero torre arrojó la cabeza del anciano al vacío. Se levantó bajo la atenta mirada de la alabardera y emitió lo que sin lugar a duda era un silbido. Desde las viejas cuadras empezó a crecer el sonido de un martilleo constante, hasta que un enorme corcel surgió de la penumbra al encuentro de su amo. Al menos algo parecido a un corcel. Estaba tan decapitado como su dueño, y su cuerpo parecía tallado en bronce viejo, herrumbroso y de un color verde desvaído, más parecido a una barda viva que a un verdadero caballo.

Vindex dio un par de palmadas cariñosas a la grupa del animal y luego lo acicateó hacia Belone. La bestia se acercó a la alabardera y se arrodilló ante ella, permaneciendo expectante.

—¿Para mí?

El estruendo del acero contra la piedra fue la única respuesta que recibió. La armadura de Vindex se desperdigó por el suelo ante su mirada, libre al fin de años de espera.

Belone elevó también una plegaria por aquella alma, tomó las riendas de su montura y se encaminó de nuevo hacia el templo.

Ileo la esperaba en el mismo umbral, escondido de la luz del Sol en las sombras del pórtico. Un destello de curiosidad mal satisfecha brillaba en sus ojos cuando Belone se presentó ante el con su nueva montura. En honor a la verdad, aquel destello siempre estaba ahí.

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