22. Niebla sobre el mar

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Bajo el brillante Sol nocturno, el lago destellaba como un espejo. Quizá tuvo un nombre en algún tiempo, no había modo de que no lo hubiese tenido, pero los escasos mapas de Toprak que quedaban en los archivos y bibliotecas de Nyx no lo recogían. Solo lo llamaban el Gran Lago, o el Mar.

Los lémures llegaron a orillas de aquel mar en pleno apogeo solar. Deberían haberse detenido antes, pero la prisa aceleraba sus pasos y el sudor frio aliviaba en parte el insoportable calor. En Nyx, la noche podía dejar a un hombre rojo y abrasado si era imprudente, en Toprak el Sol mataría a semejante incauto.

Encontraron una pequeña casa de terracota y se apresuraron hacia ella, sudando a mares. El agónico tiempo que tardaron en darse cuenta de que la entrada estaba en el techo, y el esfuerzo que supuso tener que elevarse ayudándose entre sí, dada la ausencia de una escalera, acabaron con las pocas fuerzas que aún les quedaban, pero el cansancio pareció más soportable en cuanto estuvieron a la sombra, dentro de la construcción.

Aquella era una casa de tiempos de la Noche, diseñada para mantener el calor, pero el tiempo y el abandono habían hecho que la humedad del cercano lago se colara dentro de aquellas paredes, impregnándolo todo y conservando una atmósfera fresca en comparación al calor exterior. El hedor a estancamiento allí dentro hería el olfato, pero en comparación al dolor de las quemaduras o al terrible agotamiento, el olor era una consideración muy secundaria.

Hiem se apoyó en una de aquellas paredes pegajosas y suspiró aliviada. Notaba las manos en carne viva y le dolía la cabeza. Por suerte Festo llevaba en su bolsa algunas plantas y mejunjes para tratar quemaduras. Tuvo que servirse ella misma porque el nycto no podía ni moverse. Aquel Sol infernal había sido demasiado para el pálido muchacho, que jadeaba como un perro derrotado tumbado en el suelo, incapaz de pronunciar una palabra, mucho menos de mover un músculo.

Tomó aquella pasta pegajosa y se la extendió por las abrasadas muñecas, notando al segundo el alivio que aquel frescor producía. Cuando hubo acabado, pasó el pequeño bote a Justo, apoyado con cansancio contra una pared. El teniente le agradeció el gesto con una seña y con dolorida lentitud se desprendió de loriga y guantes, comprobando con calma su dolorida piel. Las quemaduras de los chicos habían sido menos graves ya que los guantes y las mangas largas habían amortiguado el Sol, pero aquella protección adicional los había dejado más recocidos que a ella y ni siquiera el frío Justo lograba disimular aquella insolación.

—Eso ha sido una completa locura.

Justo asintió con pesadez mientras el deshecho Festo seguía jadeando sin parar. Aquello le sacó una sonrisa a la varega, que empezaba a recuperarse de la carrera.

—¿A que pega fuerte el Sol por aquí, Festo? —El interpelado se limitó a jadear más fuerte como protesta. No le quedaban fuerzas ni para volver la cabeza—. ¿Cuál es el plan para mañana?

—Mañana —Justo se detuvo y tomó un sorbo de su odre. Tenía la voz ronca y cada palabra le costaba un aliento que no tenía—. Mañana vamos al lago. En el agua los perderemos.

—¿Con un bote, quieres decir? No sé si habrá alguno en buen estado.

—Si no hay, caminaremos.

—A ver. —La breve intervención de Festo en la conversación fue atajada por un brutal ataque de tos. Luego, más repuesto, pero todavia tumbado, el Lémur retomó el hilo de sus pensamientos, hablando de forma entrecortada—. ¿Entonces... quieres que cojamos un bote... y crucemos el lago? ¿Y por la noche? ¿Qué haremos?

—Tendremos que bordear la orilla y rezar por más casas como esta. La Muralla se aleja del lago, no podemos seguir por tierra. Y necesitamos perderlos.

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