65. Fin del camino

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La selva cambió según avanzaba por ella. Los árboles empezaron a espaciarse y la hierba volvió a cubrir el suelo. Los cantos de los pájaros sustituyeron a los gritos y ululatos de la fauna feral, y una extraña paz se respiraba en el ambiente.

No había un camino claro, ninguna vereda que cortara aquel verde claro, pero Justo sabía, de un modo extraño e instintivo, hacia donde debía encaminar sus pasos, en qué dirección se encontraba la meta de aquella odisea sin sentido.

Solo ahora se apercibía de lo cansado que estaba. La piel le ardía, y las heridas de la boca le sacudían de dolor con cada paso, acompañadas sin excepción por los cortes de sus maltrechas piernas. Sus carnes se habían hartado de pedir un receso y ya solo rogaban por el fin, por terminar aquella tortura y sentarse durante días, semanas, meses, hasta que todo el dolor no fuese más que un recuerdo lejano.

Pero su mente movía todo aquel armazón defectuoso, como un titiritero moviendo sus propios hilos. Se sentía feliz, incluso esperanzado, de una manera particular y extraña. Dar la libertad a los duates le había dado una especie de paz egoísta, un pequeño placer entre tanto sufrimiento. Ni siquiera los demonios tenían porque ser tan malos, se recordó con alegría.

La luz del Sol se volvía más tenue según avanzaba, y el cielo había empezado a oscurecerse, un fenómeno que el Lémur jamás había contemplado antes, tan bello que le arrancaba lagrimas silenciosas. Pasó un tronco caído, rodeó un par de árboles muy parecidos a los pinos de Nyx y dio de frente con el claro del altar.

El silencio en aquel oasis era absoluto pero acogedor. La hierba crecía allí suave y cuidada, sacudida con mimo por un viento cálido. Pequeñas mariposas blancas jugueteaban entre las briznas y las flores de campo, sencillas y adorables, y los árboles se balanceaban al ritmo de una música inaudible, una melodía de paz. El altar estaba al otro extremo del claro, un amplio rectángulo de piedra oscura que emanaba una luz pálida, pausada y pulsátil, una respiración blanca.

Solo una figura rompía aquel ambiente bucólico. Sentado sobre el altar, con una lanza apoyada al hombro, descansaba un soldado, sumido en una paz engañosa.

"El último guardián" se dijo Justo. Preparó tres flechas y tensó el arco, al mismo tiempo que entraba en el claro con paso firme.

El soldado levantó la cabeza al verle, y una sonrisa torcida, maligna, cruzó sus deformes facciones.

—Hola —dijo con voz serpentina—, bienvenido al final del camino.

Justo levantó el arco y preparó una flecha, a lo que el soldado respondió con una carcajada afónica.

—Vamos, vamos, baja eso —le ordenó burlón, para acabar con un murmullo quedo—, antes de que alguien se haga daño.

Aún desconfiado y aturdido, Justo reparó en un detalle extraño. Aquel desconocido hablaba en nycto. La primera criatura en todo su viaje que lo hacía. El guerrero se levantó sobre el altar, abriendo los brazos en un ademán teatral.

—Y ahora, me repito ¡Bienvenido al fin del mundo!

El extraño coreó sus palabras con una gran carcajada. Clavó la alabarda en el suelo y lo invitó a acercarse, lo cual Justo hizo, pero despacio, con desconfianza. Los ojos del soldado se iluminaron con un destello de comprensión al verle más de cerca, y algo similar ocurrió con el Lémur, que abrió los ojos anonadado al darse cuenta de que el soldado ante él era una mujer.

—Ya veo, has perdido la boca, por eso eres tan silencioso —musitó la extraña mujer, al mismo tiempo que se agazapaba sobre el altar—. Déjame pues que te ponga al día. Soy la viajera que trae las otras cinco llaves. —Con un sutil barrido de mano mostró la superficie del altar al Lémur, donde la mitad de los huecos en la piedra estaban ocupados por llaves de plata, mucho más resplandecientes que las que llevaba en la bolsa—. Fíjate, hará como una hora que he dejado estas cinco en su sitio y el Sol ya se ha bajado de su trono celeste.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora