60. Alma de madera

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Justo inspiró con fuerza, extasiándose en el glorioso aroma de la espesura. No se había dado cuenta de cuanto había llegado a añorar aquello hasta que la había alcanzado. Solo ahora, tras cruzar desiertos y estepas, rocas y arena, volvía al fin a su patria, al hogar de su corazón.

La floresta vibraba con vida pura a su alrededor, tan silenciosa y tan ruidosa al mismo tiempo. Su vista vagó por las sombras profundas del verdor, entre los rayos de luz que penetraban el espeso follaje, como filigranas de oro descendiendo desde los árboles. El zumbido de los insectos, el tacto de las hojas a su paso, el olor de la tierra húmeda, de la madera podrida, del verde, de aquella agua que había añorado durante tanto tiempo, llenaba ahora sus narinas como una tortura deliciosa, inflamando su corazón de alegría y poniendo nuevas lágrimas en sus ojos resecos. Aunque su alma se hubiese secado, aunque su espíritu estuviese consumido, el bosque sería su llanto, su aliento, su vida.

Una senda rojiza cruzaba la espesura, abriéndose paso entre aquel mundo verde y sombrío, los antiguos caminos de un imperio largo tiempo olvidado, la tierra de los hombres del sur. Si la llave les esperaba en algún lado de aquella espesura sería al final del camino, en las ruinas del reino. Pero en aquel momento, lo que su alma le pedía no era seguir el camino. Era volver a su lugar.

Dio un par de pasos fuera del camino y se perdió en aquel claroscuro vegetal. Se movía como una sombra más de la espesura, poniendo cuidado en no levantar el más mínimo sonido, observando el paso silencioso de su comitiva desde sus escondrijos, valorando de qué modo les emboscaría.

Los duates seguían por el sendero, llevados por la inquietud, hasta que se detuvieron al darse cuenta de su ausencia. Volvían la vista en todas direcciones, tratando de localizarle, y Justo pudo ver en sus miradas la duda entre seguir o huir sin mirar atrás.

Aquello le complació. Moverse por el bosque y causar terror era su oficio, y todo aquel repugnante Sol no había logrado quitarle su habilidad. Decidió, no obstante, que los pobres desgraciados ya habían tenido tentación más que suficiente.

Apareció ante ellos sentado sobre una rama, controlando el camino desde la altura, y les invitó con un leve gesto a continuar su camino, cosa que hicieron al punto, pasando uno tras otro bajo el vigilante cazador. Pobres diablos, piezas prescindibles que usar en aquella última partida.

Encabezaba la marcha el soldado. Murat, según la sacerdotisa. Serio, eficiente, siempre en guardia, demostrando que los soldados eran iguales en Toprak que en Nyx o en tierra de nadie.

El alto iba detrás. Taylan. Muy silencioso, muy perspicaz, alguien a quien vigilar, el primero del que deshacerse si se volvían contra él. Había conocido a otros como él, hombres cuyos silencios ocultaban una determinación implacable.

Yilmaz iba detrás. Al pobre muchacho enamorado lo conocía mejor que al resto, pues se había reunido con él mucho más que ningún otro. A veces lo compadecía, pero eran medios para un fin, todos ellos, y aquello no iba cambiar.

Después iba el tipo fuerte, bajito pero musculoso. Sule no le había dicho su nombre, no le conocía. Pero Justo sí lo hacía. Era materia de Lémur, un paria, un inadaptado. Sentía por su verdugo más admiración que miedo, y su brújula moral tenía la aguja retorcida. En otras circunstancias podría haber hecho de él algo grande. En otras circunstancias.

Muy pegado a él, muy asustado, caminaba el guapo. Un hombre joven, pero el mayor del grupo, un poeta, un amante, no un soldado, incluso mejor traductor de lo que había sido la sacerdotisa. Su muerte sí la lamentaría, pero por puras razones prácticas.

Faruk iba el último. Renuente, malcarado y huidizo, Justo se había extrañado cuando no fue el primero en tratar de huir. Buscaba una salida en todo momento, y vigilaba más a sus compañeros que a su captor. Carnaza de primera para los recodos del camino.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora