8. Los salones de cristal

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Los pasillos de la montaña se siguieron en la semipenumbra por al menos tres días más, hasta que el grupo alcanzó una puerta de hierro forjado, cerrada con un grueso travesaño de madera podrido por la humedad. La comitiva hizo un alto y todo el mundo aprovechó el momento para estirar algo las piernas y descansar un poco. Mientras el comandante observaba la puerta y su cierre, Fidel se adentró en una abertura lateral, seguido de cerca por Sirio.

A Fidel le caía muy bien el joven tutor. Era un muchacho de campo, como él mismo y blandía una mezcla entre terror y valor que hacía que el mercenario quisiese protegerlo y ayudarlo. En cierto modo, quizá, empezaba a verlo como a un hijo, el chico que siempre había querido tener y a quien le hubiera gustado enseñar cuanto sabia.

La puertecilla en la piedra daba a una pequeña sala bien amueblada, distinta de cuantas se habían cruzado en su camino hasta allí. Había una pequeña mesa, algunos platos de madera y una estantería con algunos libros maltratados por la humedad. Una pequeña jaula de hierro oxidado ocupaba el centro de la estancia, llena de cenizas frías y empapadas, un brasero quizá.

Al fondo de la sala, la roca de la montaña mostraba algunas hendiduras, formando una suerte de escalera. El sol se colaba desde lo alto, a través de lo que parecía una trampilla desgastada.

Fidel ya había servido en lugares similares. El sitio era sin lugar a duda una garita.

Lo que no alcanzaba a comprender era que debería vigilar un guardia en medio de la montaña.

Se acercó a la rudimentaria escalera y tanteó pensativo los desgastados escalones, debatiéndose internamente entre la curiosidad y la precaución.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el estruendo de la madera contra el suelo, seguido del aullido del hierro viejo al moverse por primera vez en cientos de años.

El muchacho y él salieron del antiguo puesto de guardia al corredor, donde el hombre de confianza y el lancero empujaban uno de los pesados batientes metálicos, poniendo todo su empeño en ello, bajo la atenta mirada del comandante.

—¿Qué has visto? —preguntó Sila a su espalda, cuchicheando. Era la primera vez que le dirigía la palabra en días.

—Un puesto de guardia. Quizá haya una salida al exterior, pero no me jugaría nada. Además, la escalera está muy desgastada y húmeda.

Su compañero pareció pensativo. Fidel nunca se había llevado bien con él. Demasiado calavera. Sila hacía de la muerte un deporte y de la crueldad un espectáculo. Vivía como si el mañana no importara, gastando cuanto conseguía en mujeres y alcohol. Y jamás se fiaba de nadie.

—Al exterior, dices... —Había algo como esperanza en su voz, pero también percibió el timbre de la locura—. Podríamos huir por ahí, volver a Clípea...

—No, Sila. Si vamos, iremos todos.

—Maldita sea, Fidel. —Sila hablaba con susurros apresurados—. ¿Es que no eres capaz de verlo? Vamos a morir todos. Nos sacrificaran como a animales ¿Y todo para qué?

—El camino está cortado, Sila. No podemos volver. No a menos que sepas como cruzar la Soledad sin ser devorado por aquellas... cosas.

Sila permaneció en silencio unos segundos. Su mirada se nubló, mientras los recuerdos volvían a él. Fidel le observaba en silencio. En lo que a él respectaba, ese recuerdo aun le producía escalofríos. Una revelación se abrió paso en la mirada del mercenario, y su rostro se retorció en una mueca airada.

—Es por el arquerito, ¿verdad? —Le imprecó Sila, con la voz cargada de veneno—. Te has enamorado de ese niñito ¿Eh?

La expresión de Fidel se endureció. Si pretendía sacarle de sus casillas, iba por buen camino.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora