58. Una vela por el demonio

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Hacía cinco días que la sacerdotisa Sule había conocido al tifón. El jefe Reis había vuelto a abandonar sus responsabilidades para ir a cortejarla, pero por primera vez, Sule rechazó de plano sus avances. La persecución de Reis se había vuelto constante, y cada vez más implacable y desesperada. Era el jefe de los guardias, y una persona importante en la comunidad, así que había tratado de ser paciente y firme, pero aquella mañana intentó robarle un beso y ella lo apartó de un empujón.

Aquello no le había sentado bien al orgulloso guerrero, que se había abalanzado sobre ella, intentando forzarla. Sule aún se estremecía al recordar su mirada de loco, el rasguido de sus ropas al romperse. Los cardenales ya habían empezado a desaparecer, pero aquel miedo, aquella impotencia, seguían muy vivos.

Reis la había sujetado boca abajo, empujando su cabeza contra el suelo, y la menuda sacerdotisa no podía oponer resistencia a la fuerza de soldado. Pudo notar su aliento fétido en la nuca mientras el hombre tumbaba su peso sobre ella, apretó los dientes y lloró de rabia. Llegó al pico de su desesperación cuando notó como un líquido cálido le manchaba la espalda, y reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, hizo un último intento por deshacerse de su captor.

Sacudió un codazo a aquella desgracia de hombre y se apartó tan rápido como pudo de debajo de él. Al principio pensó que lo había cogido por sorpresa, pues Reis no opuso ninguna resistencia. Azuzada por el miedo y el asco, corrió junto a los útiles del fuego y agarró un atizador, más que dispuesta a usarlo. Solo entonces se dio cuenta de que Reis ya no podía hacerle daño.

Yacía tumbado sobre el costado, con una expresión de desconcierto en su rostro muerto. Por un momento, angustioso y dulce, pensó que había sido su codazo lo que lo había matado. Luego el tifón había descendido del tejadillo del altar, espada en mano, y había procedido a decapitar al difunto, con cortes bruscos y rabiosos. La había arrancado con un chasquido espeluznante, había observado su trabajo con ojo crítico y lo había dado por bueno, todo ante la mirada boquiabierta de la sacerdotisa.

Tenía las dimensiones de un hombre, pero carecía de boca y vestía una extraña armadura cubierta de jirones de otras prendas, a los que añadió la capa del difunto soldado. Se movía y comportaba como una bestia, pero en sus ojos brillaba una inteligencia profunda y terrible.

Sule era sacerdotisa, la habían preparado para aquello, y sabia con que estaba tratando: un avare, un espíritu errante. Aquello debía ser lo que había mantenido alterado al pueblo los últimos días, el misterioso asesino del que le hablaban los soldados. Se había compuesto con premura los ropajes y se había dirigido hacia él, temblando a partes iguales de emoción y miedo.

—M-mi señor —logró balbucear en cuanto encontró la voz—, so-soy sacerdotisa. Quizá pueda ayudaros a hallar reposo.

Él había hundido su mirada en la doncella y Sule había caído de rodillas, incapaz de sostenerse por más tiempo.

—Tenedpiedadmiseñor —suplicó la sacerdotisa—. Yo no...yo-yo-yo no.

Entonces él se había llevado la mano a la boca destrozada y había manchado la frente de Sule con sangre, fresca y pegajosa. Luego había empezado a gesticular, y en aquel momento Sule comprendió que el tifón no podía hablar. Si alguien podía llegar a entenderle y ayudarle a dejar el pueblo en paz, esa solo podía ser ella.

Había asentido, y había tratado como mejor sabia, de transmitirle que quería ayudarle, y el debió entenderla, porque asintió y sus ojos sonrieron.

Y desde entonces no había cazado a nadie más.

Cinco días más tarde Sule ya podía comunicarse con el espíritu sin muchos problemas, y entendía que lo había llevado allí, y por qué había cazado a la gente del pueblo. Ahora solo tenía que reunir fuerzas para pensar como transmitir aquello sin que la tomasen por loca. En estas andaba cuando Yilmaz llegó a la carrera, antes de su hora habitual.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora