Epílogo: La Santa Compaña

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La noche era fría en los llanos de Nyx, cuando la Luna se marchaba sumiendo el mundo en la oscuridad. Los pastores descansaban entonces, encendían hogueras y dejaban que las viejas y leales cabras durmieran a su aire. Se juntaban junto al fuego, al arrullo de aquel crepitar, las botas se abrían, las mantas se sacaban y se compartían tragos e historias hasta que volvía a clarear, o el sueño los vencía.

Para alguien que observara desde las colinas, resultaría todo un espectáculo: decenas de puntos de luz en la oscuridad, marcando un camino hacia las ciudades, levantados contra el frío de aquella noche nueva y extraña, pero tan deseada.

Esa era la perspectiva que tuvo el hombre desharrapado, y aquellos fuegos le llenaron de una esperanza cálida que le arrancó una sonrisa. Gateando entre los arbustos, a través de zarzas y espinos, se arrastró hasta la hoguera más cercana, donde fue acogido con sorpresa y amabilidad.

Con voz agotada, pidió un odre, y en cuanto se lo pasaron echó el trago más largo de su vida, sin detenerse pese a las burlonas protestas de sus salvadores, hasta que tuvo el estómago lleno de vino y calor. Agradeció de corazón la bondad de sus benefactores, y se levantó, dispuesto a seguir su periplo, pero aquellos lo detuvieron entre risas, ofreciéndole un lugar al amor de la lumbre.

—¿A qué tanta prisa, compañero? —le preguntaron—. La noche es larga y la ciudad está lejos; tus negocios pueden esperar. Quédate acá junto al fuego, estamos contando historias, y parece que tú sabes una buena.

—¿Historias? —repuso el hombre pensativo. Una sonrisa inquieta bailó en sus labios, mientras su mirada se centraba al fin en sus benefactores—. Historias. Sí, sí tengo una historia.

Hubo murmullos emocionados ante lo macabro de su tono, y los pastores se acercaron más al hombre, tan sedientos de historias como de vino. El hombre se aclaró la garganta y echó otro trago largo, antes de empezar con voz ominosa su narración.

—¿Habéis oído contar, compañeros, de la santa compaña? ­—Los pastores intercambiaron codazos y sonrisas cómplices; la conocían, como todo hombre de campo­— Una procesión de muertos y fantasmas que surgen cuando la noche es bien cerrada, y que traen con ellos la niebla, el silencio, y una muerte segura.

El hombre tosió y bebió con ansia, antes de volver a inclinarse sobre las llamas, donde la luz creaba extrañas sombras en su rostro.

—Pues bien, compañeros. Andaba yo por el monte buscando una cabra que se nos había perdido. La muy maldita se nos había alejado para cuando la dimos por perdida, así que cogí mi perro y salí a buscarla mientras el resto preparaban la hoguera. Cruzamos el llano y nos internamos en un bosquecillo, mi perro delante guiando y yo detrás aguzando la vista por si viera a la puñetera.

Hubo asentimientos entre los pastores. Mas de uno había salido antes a buscar un animal díscolo. Era lo que tenían las cabras, eran tan duras como tozudas.

—En estas andaba yo, cuando, bajando una loma sembrada de pinos, mi perro se volvió loco. Empezó a ladrar como un desesperado, tiraba de la correa y gruñía a las sombras. Intenté calmarlo con la voz, y luego con el cayado, pero el muy traidor me mordió y se largó gimoteando cuando solté la cuerda. Así que allí estaba yo, en mitad de aquel bosquecillo, helado y perdido, con la Luna por irse y sin perro, ni cabra, ni una maldita mierda. Eché un trago al odre para ganar valor y seguí algo más, intentando encontrar al menos a uno de los dos traidores.

Como si la mención al vino se lo hubiese recordado, el hombre echó otro trago. Giró el odrecillo al terminar, gruñendo al verlo vacío, pero al momento le pasaron otro, animándolo a seguir su narración.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora