46. Rastro

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Desde la salida del osario, Tácito observó el desolado paisaje de Valliturre y una maldición acudió a sus labios. Él era un soldado de infantería, su trabajo era seguir órdenes y matar al enemigo. Nada de rastrear, nada de cazar a fugitivos. Un paseo rápido por la cima de la colina no hizo sino confirmar sus temores. Las huellas de su presa aún eran visibles allá arriba, pero según el camino descendía, desaparecían entre la polvareda. Imposible saber hacia dónde se dirigía, imposible dar con ella en medio de aquel páramo desierto y polvoriento.

Tácito maldijo otra vez, solo por el gusto de hacerlo, luego volvió a ascender hasta la boca del osario y se sentó frente a la entrada, disfrutando del frío glaciar de la muerte. Sacó de sus alforjas algunos frutos secos y los restos que aún le quedaban de carne en salazón, un banquete escaso y poco satisfactorio que pasó con un par de tragos largos de agua.

Lo cierto es que comió para hacer algo mientras pensaba. En todo el tiempo que había permanecido en aquel cementerio no había tenido hambre ni una sola vez, ni tampoco sed.

Los muertos le habían contado que era porque se estaba volviendo como ellos. Al principio le había sorprendido, pero luego había constatado que efectivamente no se trataba de los susurros del viento en las cuencas de las calaveras, sino de voces, etéreas y difusas, pero conscientes y racionales. Por lo visto tenía que ver con su familia, los Santagro, cuidadores de osarios desde antiguo. Tácito se preguntó si aquello era lo que hacían los sacerdotes. Nunca había pensado que uno pudiese realmente hablar con un fallecido a través de una calavera, pero cuando uno se acostumbraba, tampoco resultaba algo tan extraño.

Los muertos querían que matase a la Inquira, y Tácito estaba muy de acuerdo con ellos al respecto, pero sus constantes peticiones de dar muerte también al comandante habían abierto una brecha entre Tácito y "ellos". Aun así, Tácito tenía más miedo a la soledad que a los espectros o la oscuridad, de modo que les había dejado hablar, solo para no sentirse solo.

Se quedó dormido junto al umbral, dándole vueltas a la cabeza y soñó. Era algo que le ocurría mucho últimamente, sentía la mente pesada y tenía constantemente ganas de dormir.

El mundo era rojo allí dentro y extrañamente parecido a la mansión de los Ofiskias, aunque definitivamente distinto. Todo parecía inmóvil en el tiempo, un día perfecto, Marco sentado bajo el alero de la cuadra, dormitando, Melissa con un precioso vestido blanco y una sonrisa deslumbrante, sonriéndole, jugando en la charca como cuando eran niños. Y Tácito estaba allí también, arrastrado por la chica y feliz de serlo, riendo y jugando. Pero también había un sentimiento rojo y negro, una nube como un latido, un grito que no terminaba, distorsionando los sonidos del campo. Melissa hablaba y Tácito le respondía, pero sus voces eran un grito de terror largo e incesante, un llanto mezclado con risas. Y Tácito supo como solo puede uno saberlo en sueños, que él era la distorsión. Estaba allí mirando aquel paisaje, y todo estaba mal. Todo era mentira. Y Tácito era un grito de rabia.

Las voces le hablaron, las voces le susurraron. Y Tácito les respondió y su voz era como un incendio restallando.

—No

Las voces se alborotaron. Las voces sugirieron.

—Hacedlo entonces

Las voces exigieron. Las voces suplicaron.

Tácito rio, y su risa era una tormenta roja y sabia a hierro.

—No podéis exigir. No podéis mandar. Yo mando, yo decido.

Las voces recriminaron. Las voces se burlaron.

—No es cierto

Las voces respondieron en silencio.

—nO Es CieRtO

Las voces rieron a carcajadas.

—NO ES CIERTO

La tormenta se abatió sobre las voces y las voces pidieron perdón, rogaron piedad, pero la tormenta se arremolinaba y las cazaba, las perseguía y destrozaba, y reía cada vez que oía una de ellas estallar como una pompa, agonizar con un silbido. Luego las voces se unieron, pero la tormenta las rodeaba.

—HACEDLO

Las voces se apagaron. Tácito despertó.

Tenía la boca seca y la mirada inyectada. Le costó auténticos esfuerzos recuperar la calma, la cordura. Se levantó y se volvió hacia al osario, y en la entrada del mismo vio un farol, el mismo que el guardián del sepulcro había blandido contra él.

Estaba abollado y roto, pero desprendía una pálida luz purpúrea. Tácito agarró el candil y bajó la colina con paso acelerado. La luz pálida hacia brillar las huellas de Inquira. Luego levantó algo más la lámpara y los pasos de la lancera aparecieron sobre el polvo como titilantes luces púrpuras. Tácito sonrió y emprendió de nuevo su camino. 

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En el osario, la mortecina luz de las pocas velas todavía encendidas claudicó al paso de las voces. Volvían a sus hogares. Estaban satisfechas. Santagro lo haría, Santagro podía hacerlo. Ellos, ellas ya estaban muertos, Santagro lo haría en su nombre. Santagro sería su rabia, su rencor. Estaba lleno de ellas.

El pesado silencio de ultratumba se impuso de nuevo sobre las estancias oscuras, pero si un oído atento hubiese estado escuchando, hubiese podido oír los huesos tintinear levemente. Los muertos temblaban de miedo. 

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora