63. Cazadores de cabezas

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Justo se palpó el pecho con cuidado. Buscaba alguna marca, alguna cicatriz que demostrara que un tronco afilado le había atravesado de parte a parte, pero al igual que la anterior docena de veces, no había nada. Sacudió la cabeza, resignado, y volvió a centrarse; tenía trabajo entre manos.

No costó mucho volver a dar con el vado del puente, y desde allí había sido sencillo rastrear a aquellos cadáveres en movimiento. A veces eran sus ondulaciones al romper el agua, a veces los rastros de sus pies embarrados sobre la hierba, pero todo iba creando un camino hacia las profundidades de la jungla, una senda que apestaba a muerte.

Esperó a que sus ayudantes despertaran con el alba, y retomó la cacería donde la había abandonado. La selva no hacía sino oscurecerse, y ya solo los insectos se dejaban oir en aquellos parajes, nubes de moscas emanando de los cuerpos abandonados a la intemperie.

Los cadáveres habían comenzado a ser una constante. Abandonados a los lados del camino, mordisqueados y rotos, se trataba de los cuerpos de roedores y otros pequeños animales. Pero había más. Aquellos hombres descarnados arrastraban las presas grandes sobre el fango de la selva, dejando claros surcos para el ojo de un buen cazador. Y si Justo había aprendido a leer los patrones durante aquel viaje, al otro lado de aquellos cadáveres, en el lugar donde iban las grandes presas, les esperaba el traidor.

Sacudió a manotazos las moscas sobre una especie de ardilla y clavó su cuchillo en la carne pútrida. La sangre brotó apenas, oscura como la melaza e infestada de larvas. Llevaba varios días muerta, lo cual junto a las marcas de dientes y los restos rotos de otros animalillos confirmaban su teoría de que transitaban una de muchas rutas.

Lo más seguro es que aquellos cadáveres deambularan por la selva en busca de presas, se emboscaran en lugares concretos y solo volvieran a su base para entregar la comida a su dueño. El rastro profundo y el aroma conocido del incienso parecían confirmar que la presa de aquella ocasión había sido el joven duate. Un pequeño golpe de suerte, al fin. Si aquel muchacho no hubiese caído al río, no tendrían un rastro fresco que seguir.

Oyó a Yilmaz vomitar a sus espaldas. El viaje estaba afectando a los duates, cada vez están más pálidos y consumidos, más vacíos de energía. Su intérprete apenas se movía ni hablaba, solo caminaba tras sus pasos como un alma en pena. Murat y el tipo alto aún conservaban algo de su viejo espíritu, atentos a cualquier movimiento, pero solo había que ver sus demacrados rostros y el vacío en sus miradas para saber que aquella vigilancia era quizás la esperanza de una muerte repentina. Pero era Yilmaz quien peor lo llevaba. Andaba como uno de los cadáveres, tenía fiebres y pesadillas, y apenas lograba mantener comida alguna en el estómago. Solo parecía algo más fuerte cuando con la noche, el Lémur le prestaba la llave. En aquellos momentos se hacía un ovillo y dormía en paz, libre de cualquier preocupación.

Siguieron la senda muerta, ahogados en el hedor del barro y la putrefacción, hasta que alcanzaron un pequeño claro en mitad de la floresta. El lugar era un cenagal muerto, con una pequeña colina elevándose sobre las aguas infectas, coronada por un árbol viejo y retorcido, tan muerto como el resto del lugar. Justo sonrió desde su posición. Aquel era el sitio, sin duda. El pobre imbécil incluso había tratado de replicar el árbol de sus maestros.

Trepó con agilidad a uno de los árboles que rodeaban el claro, en busca de una mejor perspectiva. Una abertura en la base del grueso tronco sugería la entrada a una especie de covacha o nido, de la que brotaba la luz titilante de una hoguera. También había decenas de cadáveres tumbados por toda la colina, en un estado de muerte aparente que rompían con movimientos involuntarios y espasmódicos.

Un par de muertos esperaban incorporados a cada lado de la entrada al árbol, más grandes y mejor formados que sus compañeros, tocados con máscaras y armados con lanzas, firmes en un estado de vigilancia que sugería una mejor factura que el resto de sus hermanos. Alcanzó también a ver algunos cadáveres acechantes, escondidos bajo el barro y entre los juncos, emboscados y expectantes. A su rudimentaria y macabra manera, aquel cenagal era toda una fortaleza. Pero también era como una conejera en mitad de un bosque, y Justo era un cazador nato.

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