3. La Vasta Soledad

264 42 116
                                    


Siete caballos marchaban por el paisaje del Reino. La tierra de Nyx era dura, y así lo eran también sus plantas y árboles, un paisaje de manchas pardas y ocres que parecían volverse grises a medida que la comitiva se acercaba a la Vasta Soledad. El camino era el primer indicativo. Las carreteras de piedra, orgullo de Nyx, se volvían más agrestes con cada tramo que cruzaban, olvidado su cuidado por la mano del hombre. Al fin y al cabo ¿Qué interés podrían tener en volver a las sendas del imperio?

La historia aún se transmitía allá donde la gente se reunía a oscuras, a escondidas de la luz del Sol. El imperio fue la más prospera de las naciones, el orgullo de sus ciudadanos. Invicto e invencible. Pero cuando llegó el Sol, cayó, de la noche a la mañana.

La tierra se abrió y los demonios brotaron de ella, criaturas de pesadilla cuya ira arrasó el imperio. Los hombres huyeron, porque nada se podía hacer contra su furia, las carreteras se cubrieron con los restos del éxodo. Y en Clípea los hombres se aprestaron a las armas, aterrados tras las murallas, temiendo un caos que nunca llegó. Aún quedaban ancianos que decían haber escuchado relatos de los horrores de aquel tiempo. Contaban aquellas historias en voz baja, recordando la expresión de quien se las transmitió, el horror puro que destilaban sus expresiones. Pero el tiempo había asentado el polvo sobre el imperio y ya nadie se levantaba aterrado al anochecer, gritando por el recuerdo de la caída. Los demonios se convirtieron en una superstición, un recurso para aterrar y deleitar a los niños.

Los viajeros cruzaron el último puesto fronterizo de Nyx, abandonado tiempo atrás. Cruzaron la puerta de piedra, última frontera de la humanidad. Bruto miraba a un lado y a otro mientras cruzaban el patio de piedra, atento al más mínimo sonido. No había un motivo real para el miedo. El puesto había sido abandonado tiempo atrás, cuando el rey decidió que no tenía sentido vigilar una frontera con tierra de nadie. Nada ominoso, ningún cuento aterrador sobre la caída del castillo, pero la simple ausencia de humanidad, el testimonio del abandono, cargaban la mente del mercenario de funestos augurios.

Cruzaron bajo el rastrillo, oxidado por el tiempo y fueron recibidos por la Vasta Soledad.

El grupo se detuvo, observando el yermo frente a ellos. No había un lugar en que clavar la vista, solo un horizonte infinito y desolado. No se oía más sonido que los bufidos intranquilos de los caballos.

El comandante espoleó a su corcel y el grupo entero inició de nuevo la marcha por la senda olvidada.

Los fantasmas llegaron con la tarde.

Primero fue una carreta, la madera podrida y los ejes rotos, abandonada en el centro del camino, como un cadáver de madera con una advertencia implícita. El grupo la rodeó, mientras una molesta inquietud comenzaba a adueñarse de ellos. Bruto la observó detenidamente al pasar a su lado.

Solo era una carreta, vieja y destrozada por la intemperie. No había muestras de un destino terrible, no había huesos blanqueados por el Sol, ni siquiera manchas sospechosas de color rojizo o las cicatrices de unas grandes garras. Solo una carreta abandonada.

Pero lo percibía, como un peso sobre el alma. El aire era más pesado, y olía a ceniza. Las viejas historias, oídas en el regazo de su abuelo, resonaban todas a la vez en sus oídos y el mundo parecía menos brillante, como si la luz del Sol les llegara a través de una tela ocre. Sintió un calor opresivo y escalofríos al mismo tiempo, y cada nervio de su cuerpo se tensó, a la espera.

Bruto marchaba en mitad de la comitiva, pero también era el más alto, de modo que fue el primero en otear los esqueletos de las viejas ciudades nyctas.

El camino cruzaba por el centro de un pueblo abandonado y las casas de piedra y barro se erguían ante los peregrinos como silenciosos espectros. Las monturas se detuvieron en la entrada misma de la villa. El comandante Marco observó unos segundos las calles vacías y luego espoleó de nuevo su caballo, pero la bestia se negaba a seguir adelante, se negaba a dar un paso más hacia el corazón de la ciudad dormida. 

Finalmente dieron un rodeo, siguiendo las líneas de la urbe para no perder su camino. Bruto escrutaba cada rincón, cada esquina y calle junto a la que cruzaron, esperando un movimiento, un destello, la presencia fugaz de alguna criatura incógnita, casi deseándolo.

Nada sucedió. El mundo siguió parado, congelado en su silencio sepulcral, y la espera, la intranquilidad, siguieron destrozando los nervios del mercenario.

La carretera seguía más allá de la villa, la muda de una serpiente de piedra, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Pasaba al lado de un gran bosque y, sobre las copas de los árboles, pudo ver una estructura, similar a un gigantesco puente de piedra, extendiéndose hasta las lejanas montañas. El camino se volvió irregular y comenzaron a ser comunes los vehículos abandonados, las pertenencias olvidadas en la huida, estelas de la derrota de la humanidad.

Con cada paso, con cada recodo del camino que dejaban atrás, el tiempo iba perdiendo su sentido. El Sol todavía no les había alcanzado, por lo que no podían llevar tantas horas de marcha, pero de algún modo, parecía que llevasen marchando desde hacía años. Parecía como si el reloj estuviese retrocediendo, devolviéndolos al pasado, cada metro un paso hacia las leyendas, el tiempo de los cuentos. Los siete marchaban en la clase de respetuoso silencio que impone el paso por un camposanto.

El camino torció y el bosque empezó a perderse de vista, para alivio de Bruto. Entre las ramas de la arboleda no se escuchaba sonido alguno, el viento no mecía las hojas, las aves no cantaban. Aquello no era natural. Ascendieron mientras el camino subía por una loma de tierra baldía, jalonada con las astas vacías de las que tiempo atrás colgaron los estandartes imperiales.

En lo alto de la loma, el frente de la comitiva se detuvo. Bruto hizo avanzar a su montura hasta ponerla a la altura de la del resto y los siete jinetes quedaron alineados en la cima de la colina, inmóviles. Ante ellos se extendía el pasado.

Calvaria.

La primera gran ciudad del Imperio dormía en el fondo del valle, envuelta en sus blancos muros, adornada con templos, mansiones y cientos de torres alzadas hacia los cielos, una blanca joya ajada por la crueldad del tiempo, recortada ante las cordilleras de Koster como si se tratase de la calavera de una bestia muerta cuyas espaldas heladas se perdían entre las nubes.

El Camino Imperial llegaba hasta su mismísima boca, la gran vía que tiempo atrás nutrió un imperio. La vista quitaba el aliento y helaba la sangre. La gran carretera estaba alfombrada de esqueletos.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora