21. Arañas

71 15 87
                                    



Corrían por sus venas. Cientos de ellas, arrancando con sus escamosas patas pedazos de su carne desde dentro. El ardiente Sol, que abrasaba su piel, no bastaba para matarlas, y seguían correteando bajo su piel, recorriendo cada centímetro de su cuerpo.

Las notaba en su estómago, revolviéndose y mordiendo sus tripas, las notaba en su cerebro, poniendo sus huevos en cada orificio de su cabeza, y notaba una monstruosa y horripilante abrazada a su corazón, con sus afiladas patas hundidas en su pecho, dejando que se clavasen más y más con cada latido.

Lanzó un grito al aire, de dolor e impotencia. Vomitó, hasta que su garganta abrasada solo recordó el sabor de la hiel, y entre arcadas y espasmos rebuscó con ansia entre los restos de su vómito, intentando encontrar aquellas arañas que habitaban sus tripas.

Todo había empezado en el carro. Se había escondido dentro después de fallar su misión, incapaz de enfrentar la ira de su comandante. Él le había encontrado allí. Había abierto la puerta de la carreta y había dejado entrar la luz. Le había sonreído. ¡Que estúpido había llegado a ser al fiarse de aquel hombre! ¡Estúpido y mil veces estúpido!

Se dejó caer en la arena, encogido de dolor y miedo, y se arrastró como un perro apaleado hasta encontrar abrigo bajo una roca, pero la sombra no alivió su sufrimiento. El frío agujereaba su piel, hiriéndola mucho más de lo que el calor lo había hecho, y cada centímetro de su cuerpo encogido temblaba. Oía los pasos apresurados en su oído, las notaba bailoteando en su nariz y sentía la cabeza a punto de estallar, dejando salir cientos de pequeñas arañas al mundo. Su conciencia titilante lo lanzaba y lo reclamaba del mundo de los recuerdos, alternando el peor de los sufrimientos con la más absoluta de las evasiones.


Se vio a sí mismo ante la tienda de los tenientes, otra vez con aquel repugnante frasco en las manos. Agripa salió poco después de aquella maltrecha carpa, pero aún podía oír en el interior los gritos de los tenientes de Martino, rugiendo por su honor y su cometido. El joven teniente le había echado un vistazo valorativo, sin ocultar una mueca de desprecio. Él conocía a Agripa desde que ambos eran niños, habían crecido juntos, pero Agripa siempre le había mirado por encima del hombro. Por eso aquel momento había sabido a venganza.

El veneno cambió de manos y Agripa y los otros tenientes tuvieron en cuestión de segundos el mando indiscutido del ejercito nycto. Y él mientras volvió junto a los Lémures, riéndose por lo bajo, sabiendo que el destino del orgulloso Agripa terminaría debajo de un hacha de guerra varega.


Una arcada más terrible que el resto le devolvió al presente y vomitó, vomitó sangre y bilis hasta que le pareció que sus tripas fundidas se habían marchado de su cuerpo, dejando solo en su estómago un nido de arañas. Luego se acurrucó de nuevo, esforzándose por ignorar el dolor, el frío y el hedor enfermo de la hiel, que empezaba a colmar su pequeño escondrijo.

¡Como lo habían celebrado! Su "amigo" había llegado a llamarle Lémur honorario, y le había creído. Habían partido con el alba riéndose de los pobres imbéciles que iban al norte, a ser masacrados. Él mismo, los tres Lémures, y dos soldados de Martino, dos leales que querían continuar la tarea de su comandante. Y habían contribuido a ella, vaya si lo habían hecho. Dos noches atrás, había vertido la ponzoña en sus vasos y aquellos veteranos duros y orgullosos se había marchado gritando como niñas, poseídos por un frenesí aterrado. Así cubrimos nuestras huellas, le había dicho él, y recordaba haber reido y celebrado aquel pensamiento. ¡Que estúpido!

Gritó de dolor cuando un espasmo más fuerte que los anteriores golpeó su pecho con dureza, y el puro dolor le obligó a arrastrase fuera de su guarida, llorando y suplicando. Otra sacudida le dejó sin aliento, gimiendo en silencio mientras las arañas recorrían la piel de su espalda encorvada, le taladraban los ojos y bailaban en su boca. Escupió tratando de librarse de ellas, se golpeó tratando de matarlas, incluso intentó sacarse los ojos, pero el dolor le impedía hacer nada, y cada intento de violencia acababa en un grito y más lágrimas.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora