30. Camino a la sepultura

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Sirio se acercó corriendo y tropezando a un Tácito aún a medio incorporar. La sombra de los brazos del coloso pasó sobre él y no pudo contener un respingo al ver aquel rostro deforme. Sintió un fuerte tirón que le obligó a arrodillarse.

—La llave. ¡Deprisa!

Sirio miró a Tácito sin comprender y luego se acercó despacio al pilar de piedra. Se detuvo a unos diez pasos, congelado de terror y estupefacción.

—¡Sirio!¡No hay tiempo!

—¡Pero es que no está!

—¡¿Qué?! —Tácito se incorporó con un movimiento rápido y luego volvió a tropezar—. ¡Mierda! ¿Cómo?

Sirio negó con la cabeza, desorientado. Los efectos del rugido de hacía un par de minutos aún no le habían dejado del todo. Tenía la garganta seca, la mente nublada y unas ganas de llorar tan intensas como las de huir. Ver a Marco bajar las gradas no constituyó un bálsamo para su inquieto estado de ánimo.

—Es tarde. La tiene Inquira. —El comandante le dedico una mirada indescifrable a Sirio, y el miedo a los titanes se vio sustituido por el terror a su comandante—. Vámonos. Ya.

Marco ayudó a Tácito a levantarse y los tres se dirigieron a la parte trasera de la estructura, dando un rodeo para evitar al gigante, que de todos modos no parecía interesado en ellos. Sirio tuvo tiempo de volverse un momento y pudo ver el cadáver de la loba tendido como un fardo. Maldijo para sí, al borde mismo de la desesperación.

El trío cruzó el bosque de columnas para aterrizar de lleno en una batalla campal. Los gigantes caminaban por la capital caída a sus anchas, imponiendo su ley con puño de hierro, y sus rugidos llenaban el ambiente con el clamor de la condenación. El polvo flotaba en el aire, sin lograr asentarse, envolviendo las ruinas de la magnífica ciudad en una bruma sobrenatural, macabra, en medio de la cual los edificios emergían como lápidas blanquecinas, arrasadas por el tiempo.

—Supongo que esto explica la caída del imperio. —Las palabras del comandante le llegaban como si viniesen de lejos y careciesen de sentido—. En marcha. Tenemos que llegar a las catacumbas.

Un escalofrió recorrió a Sirio al oír la palabra catacumba. Intentó protestar, pero una voz antigua y poderosa se impuso a cualquier excusa que el arquero quisiese presentar. Una voz cargada de sufrimiento, rencor, dolor y miedo. El gigante del Ara volvía a rugir.

Sirio cayó de rodillas y vio a Tácito hacer lo mismo a pocos metros. Gritó, gritó y gritó hasta quedar ronco, hasta que pensó que sus pulmones iban a estallar. Lloró hasta que no pudo más con el rostro congestionado y el cuerpo retorcido por un dolor inabarcable. Pensó que moriría allí pero luego un dolor frío y lúcido lo devolvió al mundo. Marco le había hecho un corte en el brazo. Dolía y ardía, pero de algún modo mitigaba el pánico que el rugido le había provocado. Marco lo cogió del brazo y lo obligó a levantarse. Estaba cargando en su otro hombro a Tácito, quien se dejaba sostener con expresión vacía, temblando a intervalos. Sosteniendo también al arquero, el comandante echó a andar, obligando a sus dos fardos a dar pasos cortos para seguirle el ritmo. Anduvieron por la carretera por no supo cuánto tiempo, pues su conciencia titilante no le ofreció del camino más que imágenes entrecortadas.

Un lobo los derribó en su desesperada huida de un gigante y los tres cayeron dentro de un portal, derrumbados, desde donde observaron impotentes cómo el coloso pasaba de largo, para su alivio. Otro titán pasó por encima de ellos, y el temblor de su caminar a punto estuvo de derribar a Sirio bajo sus pies. Un bache en una cuesta provocó que cayeran rodando sin control, tan incapaces de detenerse como poco dispuestos a ello. Tumbado en el suelo, otro grito rompió el mundo vacío de sonido de Sirio, destrozando su cordura, retorciendo su alma misma.

Teatro de sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora