61. El sueño de la selva

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El avare cruzó el puente con paso ligero como el viento, sin que las tablas notaran su peso, y se reunió con los guardias en la otra orilla. Felicitó con sencillez a Murat y Berk y ordenó reanudar la marcha. Los soldados no se lo pensaron demasiado. Cuanta más selva pusiesen de por medio entre ellos y aquel río, mejor.

Se detuvieron con la noche, para descansar, comer y beber. Las noches en la espesura eran lo más duro, pues aunque el Sol no penetraba el dosel vegetal, la temperatura subía de forma brutal, como si estuviesen atrapados en una caldera. Taylan se despertó al toque de Murat. El soldado estaba sudado y pegajoso, como el propio Taylan y su severo semblante no lograba ocultar las marcas del agotamiento.

No era solo cosa de Murat, todos en mayor o menor medida empezaban a acusar el sufrimiento y cansancio que aquella odisea les estaba provocando. Todos menos el tifón.

Taylan se levantó en silencio, ralentizado por el calor y el sueño, desenvainó la espada y se sentó sobre la roca bajo la que se cobijaban, dispuesto a pasar sus horas de guardia lo más despierto posible. Un par de minutos más tarde había dejado la espada a un lado y se dedicaba a jadear como un perro, repartiendo sus fuerzas entre limpiar el sudor con la empapada camisa y sacudir las manos para alejar a los insectos variados que acudían en su busca.

Tenía el cuerpo lleno de heridas, picaduras y ronchas, que le martirizaban incluso más cuando la sal de su sudor las hacía hervir, la vista borrosa y la garganta seca. Echó un trago de agua. Estaba caliente y apestaba, y el poco frescor que aún tenía desapareció en la aridez de su garganta, que siguió doliendo, pidiendo más agua.

Terminó por tumbarse sobre la roca, casi seguro de que ninguna criatura en pleno uso de sus facultades elegiría cazar en una noche como aquella, una fe teñida de un pequeño anhelo de que tal criatura existiese y le devorase ahorrándole más sufrimientos. De todos modos, las guardias eran algo autoimpuesto. El tifón siempre vigilaba de cerca a sus sacrificios, y solo él tenía derecho sobre su vida y su muerte. Aquellas guardias no servían más que para prolongar la ilusión de que seguían teniendo algún dominio sobre sus míseras existencias.

Taylan ya tenía medio aceptado que no abandonaría la espesura en aquella vida. No podía llegar a imaginar cuál era el propósito del avare, pero sabía a ciencia cierta que el siguiente en la línea de sacrificios era él. A punto había estado de dejar el pellejo haciendo de vanguardia en aquel puente, la próxima vez no sería tan afortunado.

Como en respuesta a sus pensamientos, el tifón se deslindó de las sombras ante él, haciendo que el duate se levantase al segundo, en su mejor intento de marcialidad.

El fantasma le dedicó un gruñido que bien podría haber sido una sonrisa y se sacó un objeto del cinto; un disco de piedra cristalina, negro como el carbón, del que se desprendía una luz pálida, plateada. El avare le arrojó el objeto, y Taylan lo atrapó con torpeza, tras desesperados intentos para evitar que se le escapara. Sus manos se secaron al contacto con la piedra y notó como un frío confortable aliviaba su calor.

Mantuvo la cabeza serena el resto de la noche, sin dejar de acariciar el disco, hasta que el tifón regresó para reclamárselo, justo antes del cambio de guardia. Devolvió el amuleto y despertó a Yilmaz, mientras el sudor volvía a empaparle, antes de volver a acostarse, con la cabeza bullendo con preguntas sin responder.

Otras tres noches pasaron y cada vez que le llegaba el turno de la guardia, el disco estaba allí. Ninguno de ellos habló con el resto de aquel extraño objeto, pero todos sabían que el resto lo conocía, y ansiaban el momento de su guardia incluso más que las horas de sueño. La mañana del cuarto día llegaron a las ruinas de una gran ciudad.

El camino hasta la urbe había estado mejor pavimentado que los senderos de tierra de la selva, y aquí y allá habían comenzado a observar restos de grandes monumentos de piedra, engullidos por la vegetación. Pero nada de aquello los había preparado para la grandeza de la capital de la selva.

Rodeada por el bosque, que, poco a poco, había reclamado como suyas las afueras del lugar, una ciudad decenas de veces mayor que su pequeño Ikinciev se elevaba superando las copas de los árboles, orgullosa y magnífica en su ruina.

Los duates a duras penas entendieron aquella urbe; las casas de piedra no se parecían en nada a sus hogares, las amplias avenidas los intimidaban y los monumentos de piedra, tan grandes que parecían construidos por gigantes, sobrepasaban cualquier historia que los ancianos de Ikinciev recordaran sobre el Imperio. Avanzaron por las carreteras baldosadas, sumidos en la admiración, pero sin atreverse a perder la estela del tifón, que marchaba al frente, inmune a aquella magnificencia.

Taylan recordaba en una ocasión haber visitado un pequeño asentamiento abandonado, una especie de prueba de valor entre los chicos de Ikinciev. Aquellas viejas casas olvidadas y los restos fantasmagóricos de vida le habían puesto los pelos de punta. El enclave era como un cementerio grotesco, un cadáver insepulto. Pero en aquella urbe grandiosa no sentía aquel miedo. Era como si la ciudad no estuviese muerta, tan solo aletargada, respirando con la pesadez de un gigante dormido.

Esperaron a los pies de una enorme estructura mientras el avare trepaba a echar un vistazo. Las puertas de aquel monumento hacían pensar que los habitantes de aquella ciudad debían de haber sido, en efecto, gigantes. Los cinco duates, uno sobre el otro, no hubiesen alcanzado a tocar el dintel.

Mientras el resto esperaba, Taylan decidió cruzar aquel umbral, seducido por aquel lugar. El interior de la construcción era tan magnífico como su exterior, a pesar del paso de las eras y el abandono. El Sol se colaba a raudales en el lugar, creando lagos de luz en el suelo y las plantas habían crecido a través y sobre la piedra, cubriendo las columnas y techos del monumento con su verde esplendor. Un pequeño movimiento atrajo su atención hacia uno de los recodos, donde una lagartija se escabulló a toda prisa, lejos de su alcance.

Taylan se acercó al escondrijo del animal y descubrió los restos quebrados de unas grandes ánforas de barro, cubiertas de pinturas. En la simpleza salvaje de aquellas líneas coloridas veía a hombres del tono de la tierra, adornados con joyas y plumas, arrodillados ante el gran altar que dominaba aquella misma construcción.

Un grito de Yilmaz, llamándole de vuelta al grupo, interrumpió su exploración e hizo que abandonara aquel gigantesco templo para reunirse con el grupo, muy a descontento suyo.

El avare había vuelto y volvía a tener un camino para ellos, de modo que el grupo se puso en marcha. La sombra cayó sobre ellos pocos minutos después de cruzar una gran plaza desierta, cubriendo la ciudad de una oscuridad entretejida de dorados.

Todos los ojos se volvieron hacia las alturas y hacia lo que hasta entonces habían tomado por las copas de cientos de árboles lejanos, y que en realidad era uno solo, dominando la ciudad desde una colina mayor que aquella en que se asentaba Ikinciev.

Aquel coloso natural se bastaba para cubrir la ciudad entera, según el lugar del Sol en el firmamento. Sus raíces ocupaban toda la colina, como enormes serpientes, y el lejano tronco nudoso debía tener el tamaño de una pequeña montaña. No había comparación que pudiese hacer justicia al ramaje. La copa de aquel titán se extendía a lo largo y ancho del cielo, y una segunda ciudad, no más pequeña que la que recorrían, hubiese podido construirse entre las ramas.

El camino abandonó la ciudad y quedó claro para el grupo que encaminaban sus pasos hacia el árbol, cuya grandeza no hacía sino aumentar a cada paso. Cruzaron a través de los olvidados arrabales, donde la espesura había brotado en arbustos altos como hombres, libre del ahogo de la selva, y hasta llegar a un sencillo arco de piedra, bajo cuyo dintel seguía el camino. La colina se elevaba tras el arco y la espesura parecía respetar aquella extraña frontera, pues la maleza respetaba la colina, como si un muro invisible detuviese su crecimiento.

El tifón cruzó el monumento sin detenerse, pero el resto vacilaron ante aquel umbral de piedra. Uno a uno, vigilantes, cruzaron bajo el arco y hacia la colina. Berk primero, sin dudar al seguir a su admirado avare, con Murat y Yilmaz poco después, intranquilos, pero decididos. Sadi y Taylan se miraron entre sí antes de seguir, en absoluto convencidos.

Un viento frío los alcanzó en cuanto pasaron el arco, y las hojas de aquel árbol inmenso se sacudieron en las alturas, con un susurro lleno de presagios. Los guardias intercambiaron otra mirada y luego siguieron el camino en pos de sus compañeros, helados pese al ardor del Sol.

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